Permítanme iniciar agradeciendo a la doctora Mu-Kien Adriana Sang Ben por la invitación que me hace de presentarme ante ustedes, estudiantes a nivel de doctorado en Estudios Caribeños de la PUCMM.

Para mí, añejo profesor de niveles académicos inferiores, constituye un desafío e inmensa satisfacción tal distinción. Ante todo, porque sostengo lo que como tantas cosas inefables de la existencia humana, no puedo demostrar:

Las Antillas, de geografía dispersa y fecundas etnias e historias, a pesar del supuesto realismo mágico que embruja su belleza, carecen de soluciones mágicas en medio de un mundo que, por ser global, permanece tan cercano como alejado de una democracia siempre utópica.

De ahí el valor de uno de sus ensayos más dramáticos en el terreno de la vida política. En esta ocasión, me referiré al caso dominicano.

A ese propósito, voy a dibujarles algunas manifestaciones notables de lo que es distintivo de la democracia dominicana. Valiéndome de ese pie de amigo, formularé cuatro tesis que – teóricamente- podrían orientarlos si les llega la hora de explicar comparativamente cuáles son los logros y las limitaciones de un sistema político en esa región del mundo civilizado que ustedes – con mayor dominio que otros tantos como yo- denominan como el Gran Caribe.

I. Una democracia claroscura y vibrante

En medio de una sociedad en la que sus integrantes creen lo que sospechan, a falta de transparencia y pruebas objetivas, la democracia dominicana sigue siendo causa común de la gran mayoría de la nación que sigue respaldándola.

Para pruebas un botón.

Los acontecimientos y secuelas del 16 de febrero 2020, debidos a la suspensión sorpresiva de las votaciones municipales en el preciso momento en que iniciaban, recuerdan que la juventud y en general la ciudadanía dominicana refugiada en la Plaza de la Bandera, en Santo Domingo, en el Monumento de la Restauración, en Santiago, y entre otras muchas localidades, acudieron en auxilio de una de las prácticas democráticas más emblemáticas en el país y demostraron – pacíficamente- que querían perfeccionarla y encauzarla.

Y, en efecto, fue allí, al amparo del emblema patrio, que auparon entre sus lemas:

No somos antisistema, el sistema es anti-nosotros”.

Nadie se manifestaba contra ese sistema, sino contra una vulnerabilidad institucional que traicionaba  su propia legalidad y finalidad.

Por eso mismo, exigieron más, no menos democracia.

De hecho, la sociedad dominicana -imbuida de un modus operandi de inspiración modernista- se ha transformado significativamente durante los últimos 60 años tomada de la mano de un marco de referencia político e institucional pretendidamente democrático. Es así como:

  1. Dejó de ser una sociedad rural y devino una entelequia urbana fruto de una radical y acelerada modernización de su estilo de vida y expectativas culturales;
  2. Consume con sensible nivel de desigualdad más de lo que produce, bajo alguna variante de economía capitalista importadora y poco competitiva;
  3. Impone una oferta inequitativa de oportunidades y la desigual distribución de sus beneficios;
  4. Disfruta de un crecimiento económico de relativa estabilidad macroeconómica que, desde 1950, sorprende tanto como su deuda externa y el costo del servicio de ésta;
  5. Se reproduce preservando cierto clima de paz pues, durante el lapso de las últimas seis décadas, han quedado atrás los belicosos caudillos lugareños de antaño, así como imprevistos estallidos sociales y movimientos insurreccionales.
  6. Renueva su conciencia ciudadana y exige más respeto constitucional y electoral por medio de la alternabilidad en el ejercicio del poder, amén de mejor administración del presupuesto público, rendimiento de cuentas, seguridad jurídica y régimen legal que trate a todos como iguales;
  7. Es vox populi su indiscutible, aunque turbia movilidad social y de acumulación y lavado de capitales.

Evidente, si hasta el sol tiene manchas, como repitió más de una vez José Martí, la democracia dominicana también está mancillada. A modo de ejemplo, por qué olvidar lo que queda al alcance de nuestra memoria colectiva en años aún muy recientes:

  1. Personeros del sistema político vigente -siendo monopolio verdadero de agrupaciones partidarias en manos de políticos profesionales- están más interesados en enriquecerse bajo el lema de “a la patria que la vendan y a mí que me den lo mío”, que en servirla como se merece;
  2. La esperanza parece condenada a muerte cuantas veces se verifica que la oposición política musita “quítate tú pa ́ ponerme yo”.
  3. La corrupción no encuentra diques de contención en los tribunales de la república y menos aún en la conciencia de los servidores públicos.
  4. Sorprende la notable desigualdad de supuestos iguales ante el régimen de consecuencia previsto por el orden jurídico del Estado dominicano.
  5. Campean por sus fueros costumbres y hábitos de raigambre trujillista, tal y como evidencian acostumbrados destellos de conducción autoritaria, acompañados de arbitrarias decisiones discrecionales e infundadas loas obligadas al “estadista” de turno que pudo acaparar políticamente todos los estamentos del Estado a la hora de gobernar.

En medio de esa democracia tan juvenilmente vibrante, como claroscura, paso a formular algunas afirmaciones de índole teórica para entender, auxiliado de la filosofía política, en qué residen las debilidades y las fortalezas del sistema democrático dominicano, pero sin por ello prejuzgar, pues no soy adivino, su inminente porvenir a partir de las últimas elecciones nacionales.