La base de la convivencia social, y todo lo que ello implica, son los derechos inalienables de todos los seres humanos que conforman lo que llamamos la dignidad de cada persona. Si no nos reconocemos todos los seres humanos como iguales en dignidad, y por tanto con los mismos derechos, no es posible la convivencia en el seno de las naciones y Estados, y mucho menos la paz a escala planetaria. Un Estado puede existir -de hecho la mayor parte existen de esa manera- sin reconocer en la práctica esa dignidad de todos los ciudadanos: se le llama tiranía. La estructura de poder de esos Estados no descansa efectivamente en la dignidad de sus ciudadanos, sino que una minoría manda en función de su riqueza, vinculación partidaria, raza, creencias, etc. Cualquier acción que discrimine la plena igualdad de todos los ciudadanos es una política despótica.
La manera más común de denominar el proyecto de una sociedad que se fundamenta en la igualdad plena de todos es la democracia. Y se le llama así porque es el gobierno del demos, del pueblo, y no de una parte de dicho pueblo. Es una tarea permanente en una democracia garantizar los derechos de cada persona, de cada grupo, siempre que no sean opuestos a los derechos del resto de la sociedad. La misoginia, el racismo, la xenofobia, la aporofobia, y semejantes patologías sociales son contrarias a la plena vigencia de la democracia. Incluso, en el seno de un Estado democrático, los que no son ciudadanos merecen que se les respete sus derechos como ser humano, y no ser discriminados con términos ofensivos o prácticas propias de la época esclavista. Los procedimientos migratorios, el cuidado de fronteras, y todo lo que tenga que ver con la gestión de extranjeros indocumentados, en una sociedad verdaderamente democrática, ha de hacerse cuidando la dignidad de ellos. Antes de ser legales o ilegales, son seres humanos dignos.
La democracia, con la fuerza que la uso en este texto, no se agota en los procesos electorales, es más que eso. Es un Estado de derecho donde todo ciudadano pueda participar sin importar sus niveles de ingreso, educación, gustos personales, genero, raza, u otros rasgos individualizantes. Donde quienes son electos deben ser sometidos al escrutinio diario, verse obligados a transparentar todos sus recursos personales y nunca usar el poder para inflar su ego. Los dueños del Estado son el pueblo en su conjunto, no los líderes políticos, ni los partidos políticos, ni actor alguno individual. La democracia implica la búsqueda de la equidad y la justicia de todos los ciudadanos, en el plano de la economía, sus creencias, prácticas culturales, y hábitos sociales, siempre que los mismos no conduzcan a discriminar o marginar de manera objetiva a otros ciudadanos. Por tanto es deseable una legislación firme que condene toda forma de expresión o práctica que discrimine o desconozca la dignidad de cualquier ser humano o grupo humano en particular.
Siguiendo la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU del 1948, como punto de partida, tenemos un conjunto de derechos que deben ser reconocidos por los Estados para que: “…sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión” (Preámbulo de la Declaración) y sean garantes por tanto de la paz en el seno de cada sociedad y: “…promover el desarrollo de relaciones amistosas entre las naciones” (Preámbulo de la Declaración) para evitar la guerra entre Estados y pueblos. En nuestra isla encontramos un precedente histórico de ese reconocimiento por la dignidad de los seres humanos en el conocido Sermón de Montesinos del 1511, que llevó posteriormente al insigne pensador dominico Francisco de Vitoria (1483-1546) a redactar sus justos títulos en el Derecho de Gentes. Pero más cercano en el tiempo, en nuestro país, en la Carta Pastoral del Episcopado Dominicano del 1960, nuestros obispos destacan los derechos esenciales de todo ser humano frente al tirano Trujillo, demandando su cumplimiento.
La dignidad de todo ser humano debe ser resguardada en todos los aspectos: formas de ingreso para su manutención digna, educación, salud, movilidad, seguridad, derecho a expresar sus ideas, respeto por sus creencias, entre otros. Y no existe ninguna instancia de la sociedad que pueda abrogarse la autoridad para desconocerlos, sea de palabra o de acciones. El Estado debe ser garante de los mismos si es una democracia plena. Las dictaduras personales, las tiranías partidarias, las teocracias (hasta el Papa Francisco se expresó contra ellas), los regímenes de apartheid, las plutocracias, los regímenes imperialistas, las dictaduras militares y civiles, los nacionalismos xenófobos, en fin, toda forma de organización política que desconozca la dignidad de todo ser humano merece ser combatida mediante la construcción de una democracia plena y efectiva.
Detrás de los discursos nacionalistas xenófobos, de la defensa de los “valores tradicionales”, de la defensa de la publicidad comercial ajena a respeto de la dignidad de las personas, de la exaltación de liderazgos políticos mesiánicos, de la imposición de la preservación en el poder de sectores partidarios por su astucia, de la negación de las garantías de los sometidos a la justicia y la evocación obscena al “tránquenlo”, de la cosificación de la mujer y las loas al espíritu “viril”, de la violencia sistemática contra mujeres, niños, pobres, negros y haitianos, de la compra de los comunicadores sociales para que sirvan como “bocinas”, del control del sistema judicial para garantizar la impunidad de los ladrones del erario público, de los privilegios a los grandes capitales nacionales y extranjeros, de las nóminas públicas cargadas de vagos, detrás de todo ese panorama, no hay democracia. Carecemos de democracia, construirla es la tarea más importante en el momento presente para quienes apostemos a que nuestros hijos y nietos puedan vivir aquí dignamente.