Frecuentemente me vienen a la mente algunos pensamientos que a la mayoría de mis conciudadanos no les llegan, ni remotamente. Se trata de lo desafortunados que hemos sido los dominicanos, desde el inicio del descubrimiento, el 5 de diciembre de 1492, del territorio insular  que habitamos, y que a partir de esa portentosa hazaña hemos tenido que soportar como consecuencia de las desafortunadas decisiones, y malas acciones emanadas de la mayoría de los que nos han gobernado, desde entonces.

Sabemos, o deberíamos saber, que el Descubridor fue un pésimo gobernante, y que Francisco de Bobadilla, quien lo sucedió, fue peor. A estos dos fracasados gobernadores de La Española los sustituyó el Comendador Frey Nicolás de Ovando, quien fuera sorprendido, meses después de su llegada a La Española, en abril de 1502, por uno de los huracanes, que se han encargado en deshacer, violentamente, lo que con tanto esfuerzo han logrado hacer sus pobladores.

Comenzó su tarea de gobernar la Isla teniendo que vadear toda clase de infortunios, y hasta ser culpado de todo lo malo que aconteció (1502-1509), incluida la orden de ahorcar la Princesa Anacaona, que ha sido desmentida y esclarecida suficientemente, como para reivindicar su figura histórica en España, ya que en nuestro país habrá de ser muy difícil, dados los venenos que han vertido sobre su figura las ponzoñas de quienes se han dejado convencer por la mayoría de los historiadores, antiguos y contemporáneos.

De tantas vejaciones que tuvo que soportar, después de haber sido un personaje extraordinario, en su patria chica: Extremadura, España, al igual que en la corte de los Reyes Católicos, en la que fungió como tutor del Príncipe Juan, el Comendador solicitó, en varias ocasiones, a los monarcas, su traslado a la Península.

No habiendo sido complacido, hasta que cesaron las intrigas del Cardenal Mendoza, y los oscuros personajes de diversas calañas, acostumbrados a merodear los palacios reales, al igual que en los presidenciales de hoy, permitieron que fuera, finalmente, “complacido”, y alejado del mando, que con tanto acierto desempeñó, durante siete fructíferos años. Lo que convirtió tan desafortunada decisión en otra de las tantas desgracias emanadas de la mayoría de los que han decidido nuestro destino. Empezando por Diego Colón, quien se ocupó más de sus problemas hereditarios en España, que de gobernar la sufrida colonia.

Dando tumbos, La Española, primera de las colonias establecidas en el Nuevo Mundo, prosiguió su triste derrotero, hasta que a finales del Siglo de Oro, en 1596, la soldadesca inglesa, bajo el mando de Francis Drake, invade, incendia, saquea, y casi destruye la primera capital del Nuevo Mundo, única de cuantas ciudades fundadas por Nicolás de Ovando se mantenía, y sigue manteniéndose en pié, dando falsos visos de prosperidad.

Consumándose así otra de las desgracias más grandes de cuantas experimentaría la colonia, en el transcurso de su azarosa existencia. “Santo Domingo”, nos dice el historiador Erwin Walter Palm: “en tiempos coloniales, nunca convaleció de este golpe que por siglo y medio selló su decadencia fatal”. Lapso que yo cambiaría por el de “casi toda su existencia”.

Pero, como si lo hasta ahora narrado fuera poco, la corona española mantuvo una serie de erráticas políticas, contrarias a los intereses de los valientes pobladores, entre las que sobresalió el querer monopolizar todos los negocios que se desarrollaban en el Nuevo Mundo.

Iniciándose el siglo XVII, La Española era constantemente merodeada por corsarios franceses, ingleses y holandeses, lo que provocó, en 1603, que Felipe III dictara una cédula real, mediante la cual ordenó la devastación de la banda norte de la Isla. Lo que determinó otra de las  desgracias para los pobladores de entonces, al igual que para los sucesivos.

Producto de las llamadas Devastaciones de Osorio (1505-1506), una cantidad indeterminada de familias decidió tomar otros derroteros, lo que produjo que una buena parte de lo mejor de la colonia fuera a radicarse en territorios cercanos, como fuera el caso de Cuba, Puerto Rico, Venezuela, y otros.

Con el vacío que produjo la estampida de estos ciudadanos, la franja norte de la isla, que se mantenía todavía unificada al resto, y parte de la porción occidental de la misma, hoy perteneciente a Haití, fueron invadidas por aventureros de otras latitudes, que merodeaban, desde hacía tiempo, los mares de la región del Caribe. Lo que convirtió este hecho en otro de los motivos, que muchos de los habitantes de Santo Domingo, han tenido que soportar lo que podría considerarse otra de sus grandes desgracias.

Transcurrido el siglo XVII, durante el cual la población carecía de casi todo lo necesario, y continuaba el éxodo, se inicia el siglo XVIII, y con él un período de algunas mejoras sociales. Hasta que en el año 1795, España y Francia subscriben un acuerdo de paz, conocido como el Tratado de Basilea, que pone fin al dominio español de Santo Domingo. Y con esta otra inmensa desgracia para los dominicanos.