Hay un momento, sangriento, oscuro, de la historia nacional conocido como el periodo de los doce años, que no se halla exento del anecdotario trágico-risible de la realidad habitual.

Había en Santiago un oficial policial- que no era el tal Tolete, con otra misión-encargado de imponer la disciplina neotrujillista a todo ciudadano que no fuera de la elite, que tenía otros códigos y otros tratamientos (lo cual persiste hasta nuestros días: no es lo mismo para el uniforme siempre alerta tener cara de pobre y vestir “mal” con posibilidad de arresto que coger el gancho de hacerlo llevarse preso a uno de la elite).

El mandato que tenía el finalmente odiado oficial era el de hacer trancar en su casa a la gente simple del pueblo, no importa si era una tranquila pareja de novios en una galería precisamente el caso. Les dijo que no quería a nadie fuera de la casa a partir de las siete de la noche y se fue a dar una vuelta. En minutos estuvo de vuelta recordándoles a los jóvenes que no quería grupos de más de dos personas ahí. –Pero si somos dos solamente, protestó el muchacho- -Y yo ¿qué?, acaso soy una mierda?

… el policía promedio sigue viendo el rostro del pobre como la imagen viva y única e inalterable de la delincuencia

Otra historia es la del Buey, militante (fallecido) de una organización de izquierda. Lo llevan preso los “secretos” por quincuagésima vez al cuartel. Pero esta vez, viene un valentón a golpearlo, como era el estilo de esos días. Al notar la intención, El Buey, nada cobarde, se para en dos patas y le advierte, enérgico: ¡Ni lo intentes! Nos vamos a estrujar los dos en el suelo! El matón reculó, prudente y a tiempo. (Mostrarse flojo hubiera significado una golpiza).

El tercer caso no es menos dramático. Escenario parecido, las mismas cárceles, los mismos esbirros con o sin uniforme. El agente de la policía política quiere marcharle al militante político revolucionario que para en seco el intento con estas palabras:”!sé lo que intentas! Si lo haces voy a ir donde tu madre y te la voy a matar. Sé donde ella vive”. Es improbable que lo hiciera pero el anuncio no fue ignorado por el policía.

El alto oficial interroga al preso político que tampoco conocía el temor y que estaba fogueado en amenazas y avatares diversos, consciente de los riesgos.

Le pregunta, esperando respuesta, si sabe lo que es un coronel.

Para mí, horadamente, un coronel es un mono así como tú, le suelta el joven militante. Pretendiendo no haber escuchado tan insólita respuesta, insiste en la pregunta y recibe parecida y violenta opinión.

Escarnecido pero mostrándose “compasivo” al no poder golpearlo en público (o algo peor) el alto oficial le dice a los subalternos que suelten a ese loco.

¿Qué ha cambiado hasta ahora? Muchas cosas, pero el policía promedio sigue viendo el rostro del pobre como la imagen viva y única e inalterable de la delincuencia.