En sus orígenes y durante mucho tiempo, el Derecho Administrativo fue un Derecho eminentemente autoritario al ser construido básicamente como un Derecho de la autoridad, de las prerrogativas de la Administración, articulado a través de instituciones y técnicas como la indemandabilidad e irresponsabilidad del Estado, el poder de policía y los actos de gobierno no susceptibles de control jurisdiccional. Se trata de un “Derecho de la equidad basado en la prerrogativa” (Hauriou), un Derecho Administrativo centrado exclusivamente en la erección de una Administración como poder constituido, institucionalizado y personificado, dotado de un conjunto de prerrogativas exorbitantes, con un régimen o estatuto jurídico específico, ante el cual solo le queda al particular la posibilidad de reaccionar en sede administrativa primero y, luego, en instancia jurisdiccional, siempre y cuando haya pagado los reclamos económicos de la Administración (solve et repete), para poder hacer valer así sus derechos, en contrapeso a los privilegios de una Administración cuasi omnipotente, cuyos actos se presumen válidos y son plenamente ejecutorios y ejecutivos salvo que intervenga suspensión jurisdiccional de los mismos.
Sin embargo, desde el bautizo jurisprudencial del Derecho Administrativo en el fallo Blanco del Consejo de Estado francés, que estableció que las reglas especiales del Derecho Administrativo “deben conciliar los derechos del Estado y de los particulares”, el esfuerzo de jurisprudencia y doctrina consistió en atemperar estos rasgos autoritarios del Derecho Administrativo, que se remontan al Ancien Regime y permanecen en el Derecho Administrativo de la época republicana. Esto es lo que explica la progresiva superación de los paradigmas y principios del viejo Derecho Administrativo autoritario, y su sustitución por un nuevo andamiaje conceptual e institucional que sustenta un “Derecho de equilibrio”, que opera una síntesis entre la Administración con todos sus poderes y la persona con todos sus derechos frente al Estado.
Hoy, el Derecho Administrativo ha evolucionado hacia un estado superior tanto respecto al Derecho Administrativo autoritario como respecto al Derecho Administrativo de equilibrio. Ya no se trata tan solo de que el Derecho Administrativo procura el equilibrio entre prerrogativas y poderes administrativos y derechos e intereses individuales. En la actualidad, la radical servicialidad del Estado y de la Administración, que consagra la Constitución al disponer que el Estado “se organiza para la protección real y efectiva de los derechos fundamentales que le son inherentes” a la persona (artículo 38) y al establecer que es “función esencial del Estado la protección efectiva de los derechos de la persona” (artículo 8), constituye un verdadero “giro copernicano”, tras el que subyace -para usar la célebre frase del Tribunal Constitucional alemán- una nueva “imagen del hombre de la Ley Fundamental”, una “imagen del hombre de la subjetividad jurídica”, que expresa y permite entender la nueva relación fundamental entre la persona y el Estado. Se trata, en fin, de una relación en la que la persona ya no es más objeto del Estado sino más bien sujeto de derechos en cualquier ámbito del ordenamiento jurídico o, para decirlo conforme la expresión del lenguaje cotidiano del pueblo alemán de la segunda posguerra mundial del siglo pasado, inspirado en la jurisprudencia de su Tribunal Constitucional, que “el individuo no existe para el Estado, sino el Estado para el individuo”.
No por azar la Ley 107-13, a la hora de regular el procedimiento administrativo y los derechos de las personas en sus relaciones con la Administración, establece como presupuesto fundamental de la misma de que las personas “no son súbditos, ni ciudadanos mudos, sino personas dotadas de dignidad humana” (Considerando Cuarto de la Ley 107-13). Es en virtud de esa insoslayable premisa medular que el legislador consagra una serie de derechos de la persona ante la Administración y establece como uno de los principios rectores de la actuación administrativa el principio de servicio objetivo de las personas, “que se proyecta a todas las actuaciones administrativas y de sus agentes y que se concreta en el respeto a los derechos fundamentales de las personas” (artículo 3.2), así como el vasto y omnicomprensivo derecho a una buena Administración (artículo 4). Es por ello que actualmente el Derecho Administrativo debe conceptuarse como el Derecho de la función esencial del Estado, es decir, de la protección efectiva de los derechos de la persona. De ahí se desprende que el Derecho Administrativo tiene necesariamente que conceptuarse a partir de la “centralidad de la persona” (Rodríguez-Arana). Explicar este nuevo Derecho Administrativo es precisamente una de las grandes tareas pendientes de los administrativistas dominicanos.