Revisando algunas concepciones de la biología de los insectos puede descubrirse cuánto hay en común entre las conductas humanas y el comportamiento de las mariposas: hablo aquí de su compartida capacidad de engaño (el polimorfismo mimético); del sobrevivir a expensas de lo mejor del prójimo (la libación); del aparearse en base a la atracción química (el cortejo inducido por las feromonas de la mariposa macho); de controlar su pareja a través de los celos (por la costumbre de “taponar” los genitales tras la cópula) y sobre todo, de la habilidad de las mariposas monarcas de protegerse consumiendo glucósidos cardiotónicos, conocidas substancias estimuladoras de las fibras musculares del corazón.
Es inevitable que otoño tras otoño me detenga a cavilar sobre estas “aladas ilusiones” a propósito del instintivo ciclo migratorio que las induce a trasladarse más allá de su hábitat veraniego, llegada la muerte de cada octubre. Los doctos entomólogos nos enseñan que dentro de la taxonomía de los insectos hay más de 160 mil especies de lepidópteros (artrópodos del género al que pertenecen las mariposas) junto a otras tantas docenas de familias donde las más intrigantes son, sin duda, las Danaus plexippus linneo –las monarcas–, las más bellas entre las mariposas nativas aparecidas en la vegetación del eoceno hace 48 millones de años.
Las mariposas han sido símbolos conformadores del imaginario humano desde remotísimos tiempos y como tal, los aztecas las nombraron Quetzalpapalotl —mariposas sagradas—, angelitos de niños fallecidos que regresaban a la tierra; por igual, los mazahua las reconocían “hijas del Sol”, y en la cultura teotihuacana llegaron a adquirir el rol de imagen divina, del movimiento, el fuego, la guerra y los dioses del camino. Como metáfora poética invadieron la pintura y la literatura occidental durante las etapas subsecuentes al medioevo hasta arribar a la modernidad donde se convirtieron en objetos de colección y en piezas decorativas para quienes siempre consideraron la cercanía a la naturaleza un acto de posesión.
El arte del engaño
La curiosidad humana ha llevado a la ciencia contemporánea más allá de la interpretación simbólica y cultural de los fenómenos y memorias colectivas, y con las mariposas acontece algo similar; hoy día los biólogos conocen en detalle cada una de sus propiedades, movimientos y hábitos. Cosas que han dejado de ser enigmas ya que todo se analiza genética en mano: el origen del color de sus alas y los sofisticados trucos de supervivencia; las diferentes etapas evolutivas que las rigen; las amenazas ambientales y hasta la manera como se alimentan.
Alfonso Reyes dijo que “la ciencia, rastreando el impulso de la vida y siempre en busca de sus secretos, según los va sorprendiendo va matando la vida. Porque lo que tiene secreto vive de su secreto (…)” Es decir, ya no hay misterio ni metáforas ocultas tras la alas de una mariposa; los supergenes, los alelos y las proteínas parecerían explicarlo todo.
He mencionado cómo el mimetismo facilita la supervivencia de las mariposas al permitirles defenderse contra las agresiones de los depredadores, cumpliéndose de tal forma uno de los principios darwinianos de la selección natural. Resulta aún más intrigante, sin embargo, observar cómo en otras ocasiones tal mimetismo se asemeja a la cripsis, al camuflaje. A la circunstancia donde el ser vivo ya no está revestido de colores a fin de imitar a otros habitantes de su entorno, sino que más bien intenta reflejar al entorno mismo: parecerse a una piedra, a una hoja, a la corteza de un tronco o a la rama de un árbol.
Hacia el reino del Sol
Una monarca es capaz de viajar 120 kilómetros de levante a poniente; puede (sobre)vivir 12 veces más tiempo que cualquier mariposa —y llegar a la nuevemesina edad de un embarazo— trasladándose sin apuro desde los confines de los nórdicos cielos de neón hasta ese fértil Sur, el que siempre existe, 12 mil millas más tarde. Habitante del ánfora del cuerpo durante el esplendor helénico, “alma de muertos” para los aztecas que la creían transporte del espíritu de sus fenecidos y sacrificados, ellas representaban el paso ulterior para los que se entregaban en sacrificio a los “sacerdotes cardiovasculares”; hombres capaces de abrir el pecho a fin de arrebatar el corazón a pura sangre. Eran, así, las monarcas-esperanza, el sueño-deseo símbolo de la entrada al reino del Sol de aquellos desahuciados niños y jóvenes cuyos ventrículos, aún latientes, eran ofrendados a la dictadura de temerarios dioses comecorazones. Oruga, crisálida y mariposa (el Ser en el universo, la tumba y la resurrección), la monarca fue también una suerte de brújula que apuntaba hacia la idea de divinidad que conformó el ethos de la temprana mitología cristiana.
Es, por lo tanto, de toda justeza detenerse a conocer las curiosidades biológicas de un alado acostumbrado a comportarse tal cual uno de sus más inteligentes agresores —el Homo sapiens—, y que desde una tempranísima edad ha sido capaz de aferrase a un arbusto como sostén de su existir: a la planta Asclepia curassavica cuyas hojas son cuna de los huevos y guarida de la oruga y la crisálida que por tres semanas intercambiarán glucósidos cardiotónicos —veneno y alimento—, escudo y arma contra el enemigo. Trátese éste de un pájaro, de otro insecto o de alguna renegada miembro de su propia especie.
Vuelo en pos de la vida
A fin de no sucumbir resultado de la fatiga de sus fibras musculares, al corazón insuficiente de la modernidad lo asisten medicamentos y tecnologías de toda índole en la que aparenta ser una franca carrera contra la muerte: marcapasos, desfibriladores, bombas mecánicas, píldoras vasodilatadoras y diuréticos prolongan la vida de millones de almas. Lo mismo hace un fármaco centenario utilizado por los ingeniosos médicos egipcios e ingleses desde los tiempos remotos: la Digitalis purpúrea, componente de esa Asclepia curassavica protectora de las monarcas y capaz también de aliviar el cansancio del corazón humano.
La naturaleza aprovecha el poder de la Digitalis a fin de cuidar a las mariposas utilizándola como veneno y repelente gracias a su ácido olor. En una suerte de danza maldita, estos químicos no sólo protegen, sino que son fuente de resistencia. Son el soma que les permite emprender vuelo más allá de su vecindario en pos de la vida, del color y del Sol que el frío les niega cada fin de año.
Vuelo que, como el amor que un destinatario deja ir en nombre de una necesaria supervivencia, va y vuelve, escapa y retorna, leimotif del perenne saltar del corazón. Como el aleteo de una mariposa condenada a la eternidad por un poema que advierte su no-regreso: “Hoy viene a ser como la cuarta vez que espero /desde que sé que no vendrás más nunca (…)” (Silvio Rodríguez). Vuelos donde mimetismos, libaciones, celos y cortejos fueron cosas aprendidas de las mariposas. Incluso de las aún no nacidas y las que serán eternamente esperadas.