Estaba yo ensimismado eligiendo unas copas en uno de esos grandes supermercados de la ciudad, cuando alguien se me acercó por detrás – Hola Silvino – me dijo; era una mujer muy gruesa y bajita, de su brazo derecho colgaba una sombrilla, que en aquella anatomía parecía de muñeca, y en su brazo izquierdo apretaba un monedero que protegía hundiéndolo contra su estómago. Me acerqué los lentes a la cara y estuve a punto de olerla sin reconocerla – Soy yo Dorka – me dijo finalmente.


Dios mío Dorka, excúsame -, reaccioné y nos confundimos en un abrazo. Era Dorka, la mujer de Fabio El Maipiolo.  Pero es imposible contar la historia de Dorka sin contar la historia de “El Basurero”, un viejo bar de perdedores en el corazón de Pueblo Nuevo, popular y populoso barrio de Santiago. Llegué allí de la mano de mi hermano, Geovanny Tejada, cuando era un “Dios menor” en la Bahía y Leonidas El Gambao, no soñaba con morirse. 


“El Basurero” era un caserón altísimo de madera y zinc, que quedaba en un traspatio de la calle Luis Bogaert y era regenteado por un hombre muy delgado, que hacía las veces de administrador y camarero. Fifingo, como le llamaban, se conducía con los rasgos serviles del camarero y solo cuando descansaba le sobrevenía la altivez del administrador; personalidad ésta nada despreciable en un ambiente tan difícil. Cuando llegué allí por primera vez, me di cuenta de inmediato que estaba pisando Tierra Santa: Los boleros, las antiguas mesas de madera, con inscripciones de viejos amantes sobre las cuales, Fifingo colocaba los desaparecidos vasos cerveceros; los grandes posters en blanco y negro de gente destacada del barrio: obreros, grandes deportistas, líderes sindicales, etc., que colgaban en las humildes paredes del lugar y que la humedad y las goteras habían deteriorado, dándoles una apariencia mítica y evanescente. Recuerdo que uno de estos retratos tenía una inscripción al pie que decía “Bocota, siempre te recordaremos”. 

Los baños estaban colocados al fondo y a un lado; el de los hombres tenía la particularidad de que la puerta estaba cortada por la mitad para evitar que “los metedores” se conectarán; todo esto unido a una atmósfera enrarecida provocada por los vapores de un intenso olor a mia’o que, inexplicablemente, no desagradaba. Una fórmula inalcanzable por métodos convencionales producida por una orina a punto de fermentar, pero que nunca terminaba de hacerlo; y, por tanto, no calificaba como “vajo". 


Pero era un olor fuerte, que ejercía un efecto narcótico muy apropiado para las largas noches de baile. Porque “El Basurero” era, en esencia, La Meca del Son. Un bar de soneros y de ex-prostitutas. Allí habían mostrado sus artes los más grandes bailadores de este género: Bonyé, Chencha, Pachén y una larga lista de vecinos del barrio que eran, también, en justicia, magníficos bailadores de esta música.

Sentarse a ver bailar a Betania con “Memuero”, “Nino Son” o “Guillermo Metaldom” era, sin duda, un verdadero entretenimiento. Pero mi felicidad duró poco y al cabo de unos meses “El Basurero” dejó de existir. Lo habían desalojado por falta de pago y todos habíamos quedado “cesantes”. Algunos parroquianos se resistieron al despojo y abrieron lugares similares con Fifingo a la cabeza, pero todo en vano. Desaparecieron pronto, también.

Un día, sin embargo, Geovanny me informó, orgulloso, que habían abierto “El Basurero” y que, pronto iríamos a conocerlo. Ese día llegó y ahí por primera vez conocí a Dorka, la mujer de Fabio El Maipiolo. Era el mismo esquema anterior: aire decadente, como en bajada, poca luz, la puerta del baño de los hombres partida por la mitad y el vajo a mia’o con su efecto narcótico. Acabábamos de jugar baloncesto y nos presentamos al lugar, tal cual estábamos, sudados y en pantalones cortos. 

Saliendo del baño veo en la penumbra que una mujer regordeta me hace seña para que me acerque. Era una gordita con los pies cruzados abajo, que se balanceaba riéndose sobre una silla. – Siéntate, mi hijo – me dijo entre risas. Cuando procedo a sentarme, me pone la mano sobre mi muslo desnudo: – Yo fui libre, yo fui cuero – me dice sin venir a cuento – Tu te imaginaras los g… que yo he visto – Continuó diciéndome, como quien está orgullosa de narrar cómo se había hecho de una profesión, – Yo he tenido hombres que me mataban – prosiguió, -¡Mira!, había uno que le decían El Conejo, que era de El Ejido, que lo tenía enorme -, al decir esto, se llevó la mano derecha a la cara, a la vez que echaba la cabeza para atrás como  quien acaba de recibir una puñalada – Cuando me cogía yo duraba días para recuperarme -, me dijo con desparpajo. 

Ya yo sabía donde iba a desembocar este inusual monólogo y permanecía en silencio ofreciéndole una risa nerviosa. – ¿Y tú, cómo lo tienes? -, me dijo mirándome con lascivia. 
-¡Ay, Dios! No quieras tu verlo, mujer-, le dije, presuroso, mostrándole un pequeña parte de mi dedo índice, mientras me paraba. Desencantada se echó para atrás y se rió para sí, ante aquel fracaso, a la vez que me hacía un ademán para que me retirara.

Así transcurrió mi primer encuentro con Dorka, la mujer de Fabio El Maipiolo, propietaria del lugar. En realidad, Fabio había muerto hace unos años, pero Dorka nunca fue viuda. Fabio era muy popular en la barriada. Geovanny me contaba que la juventud se entretenía haciendo encuestas por el barrio preguntando quién quería el encuestado que muriera primero, si Fabio El Maipiolo o Rogelio, El Diácono. Todo el mundo contestaba siempre que Rogelio, El Diácono. Obviamente, la felicidad que había llevado Fabio a la barriada era mucho más palpable que la inminente llegada del Señor que ofrecía el Diácono.

Curiosamente, en este caso, el verbo se hizo carne y Rogelio, en la vida real, acudió primero que Fabio al encuentro con El Señor. Dentro de todas esas veladas memorables en el bar de Dorka, recuerdo una noche en particular: Ese lunes, todos estábamos allí: Geovanny, El Gambao, Enriquito. Éste último mantenía una amena conversación de mesa a mesa, con “La Vinagreta”, quien le explicaba, con detalles, cómo había burlado la vigilancia de sus hijos que le tenían prohibido ir al bar. 

El lugar estaba de bote en bote, animado por el “Sexteto Pueblo Nuevo”. Prácticamente, no había dónde sentarse y había mesas hasta en el callejón de entrada. La noche prometía y sobraban razones para ello. Esa noche se presentaba como atractivo una de las estrellas del bolero, “Paula C” la mujer de “Nino Son”. El calor era insoportable y el golpe e’ mia’o ejercía un efecto somnífero más que narcótico. Los bailadores dibujaban en la pista. Achi Rivas con sus pasos cansados y su cabeza en alto escondiendo sus 90 y pico, bailaba con “La  Sonora”; Lidia con Geovanny; Betania corría de brazo en brazo vibrante de juventud, pues no alcanzaba los 70´s años; “Pata Blanca” buscaba compañera de mesa en mesa. Los músicos acababan de terminar el set y Calderón se apresuraba a tomar el micrófono para agotar su set de chistes, que eran más o menos por este estilo: – Quien compró carbón en lata donde Matilde tiene más de 50 años-; -Quien vio a Dorka flaca tiene más de 40 años -, a cada una de estas frases le seguían estruendosos aplausos y risas hilarantes.

Fue entonces, cuando a nuestro lado, desde la sombra, salió alguien que no parecía de este mundo. Por lo menos su atuendo no lo era. Tenía una apariencia temible y voluminosa. Su camisa era la de un Confederado, con botones a ambos lados y hombreras con flequillos. El Gambao lo alcanza a ver y se incorpora como incrédulo – ¡Nelson, Nelson! -, le vocea decidido. El personaje comienza a voltear el rostro con la lentitud de un saurio.
– Gambao, ¿eres tu? -, le responde con voz gutural. Luego de abrazos y sinceras muestras de mutuo afecto, El Gambao corre hacia la tarima y le arrebata el micrófono a Calderón y completamente exaltado proclama:

 – ¡Señores, una primicia! – y hace una pausa para coger aire – Con nosotros se encuentra esta noche, ¡Óiganlo bien señores! Con nosotros se encuentra esta noche!- Continúa, – Nelson… el único hombre que cruzó el Rio Hudson en invierno cuando estaba helado para evitar que las autoridades de migración lo deportaran – continuó diciendo – Pido para él un fuerte aplauso – y todos nos paramos a tributarle un cerrado aplauso a éste inefable personaje, que apenas inclinó su poderosa cabeza en señal de agradecimiento.