Antiguamente era común en la legislación fiscal dominicana el establecimiento de impuestos especializados. Para tratar de viabilizar la aprobación de algún tributo nuevo sin mayores contratiempos, el gobierno solía recurrir a la práctica de especializar la recaudación hacia determinados objetivos atractivos políticamente, fácilmente asimilables por los responsables de aprobar los impuestos y por los contribuyentes. Se decía, por ejemplo, que tal nuevo impuesto se necesitaba para aumentar los sueldos a los médicos, para subsidiar algún producto básico, para atender familias afectadas por un desastre natural, para pagar la deuda externa o para mejorar las condiciones de los maestros.

Al final, el Gobierno siempre se salía con las suyas, usando después el dinero discrecionalmente. Una razón es que el dinero es siempre fungible. Lo más parecido a un peso es otro peso, y se puede usar indistintamente en satisfacer una necesidad o la otra. La segunda razón es que tras aprobarse esos impuestos especializados, después eso imponía rigideces a la gestión fiscal, pues no había ninguna regla que asegurara la compatibilidad entre el monto aportado por el tributo y el requerimiento financiero de la función que debía cumplir. A veces generaba una holgura de un fondo, mientras otras necesidades estaban sub financiadas.

Con la recaudación de estos impuestos se creaban fondos especiales y, con el tiempo, la administración fiscal se fue llenando de fondos especializados. Posteriormente esta práctica se fue eliminando, o ha pasado a ser de poca significación cuantitativa, bien sea por ráfagas de lucidez de algunos funcionarios que percibieron la irracionalidad, por recomendaciones de organismos internacionales o presiones del FMI.

En su sustitución, se ha hecho común disponer por leyes especiales la asignación de montos o porcentajes mínimos del presupuesto para diferentes funciones. En algunos casos, su aprobación ha sido el resultado de amplias discusiones y procesos de concertación, o de un intento de la sociedad de forzar al sistema político a cumplir responsabilidades por largo tiempo casi abandonadas. Así surgieron las leyes que establecen el 4% del PIB para la educación, las que asignan porcentajes para la gestión municipal y para la justicia.

Pero con el tiempo se fue creando una mala costumbre, y diversos grupos que manejan cuotas de poder trataron de asegurarse para sí determinados montos de recursos públicos, de donde la racionalidad de muchas de estas leyes resulta cuestionable. Tal es el caso de las que asignan porcentajes a los propios legisladores, a la Cámara de Cuentas, a los partidos, a los organismos electorales y al Banco Central. Pero lo más insólito es que al final del camino hasta la propia Presidencia de la República se aseguró su porcentaje.

El Congreso Nacional es un caso ilustrativo del manejo irracional a que puede conducir esto. Según la Ley 194-04 a este poder del estado le corresponde el 3.1% del Fondo General de la Nación. Aunque su porcentaje tampoco se cumple, para el próximo año el presupuesto del Congreso se eleva a RD$25.3 millones por cada legislador, lo que les permite tener un abundante personal a su servicio, jugosas remuneraciones y prestaciones que esporádicamente se convierten en fuentes de escándalos públicos, como el que tuvo lugar en diciembre del 2010, con el bono navideño denunciado por Hubieres.

El Poder Ejecutivo usualmente se resiste a la rigidez que las indicadas leyes imponen al presupuesto público, y en ciertos casos no hay dudas que algunos de estos porcentajes imponen irracionalidades injustificadas al gasto.  Pero tampoco es para exagerar. Los presupuestos por lo general son rígidos, y el que no lo crea, pregúntele a cualquier ama de casa si no tiene comprometido de antemano el presupuesto del próximo mes.

Ciertamente el Ejecutivo pierde discrecionalidad, pero a cambio el Estado ya tendría con estas asignaciones cubierta una proporción muy sustancial de sus responsabilidades públicas que, de todas formas, tiene el deber de cumplir.

Intentando administrar los recursos públicos sin la rigidez que se deriva da las mismas, la respuesta de los diversos gobiernos ha sido su incumplimiento, y con ello han evadido parte de su responsabilidad, sobre todo, la más elemental de las responsabilidades públicas que es el imperio de la ley.

Cualquiera se pregunta qué sentido tiene mantener todas estas leyes para violarlas cada año. Mal puede admitir la sociedad que la reacción de las autoridades sea el incumplimiento de la ley cuando no le resulta satisfactoria.