No quisiera que estas reflexiones que comparto con ustedes, sean sólo nueces huecas; por tanto, quiero participarles un hecho concreto para darle algo de vida a esta exposición, o por lo menos, brindar un ápice de realidad ante una situación concreta.
Durante mis estudios de teología, en el Seminario de Mont Rouis, cerca de Saint Marc, Haití, en mayo de 1958 el rector del Seminario invitó a un experto en ecología para dar una conferencia a los estudiantes como parte de la Pastoral Situacional del Ministerio.
El experto era un agrónomo jamaiquino enviado por las Naciones Unidas para ayudar al gobierno de ese país con el problema de la deforestación; habían pasado muchos años en ese país buscando formas para reforestar las áreas devastadas. El buscaba la forma de detener la erosión, para que lloviera de nuevo y se fertilizaran los terrenos para sembrar con la esperanza de buen rendimiento. Buscaba sembrar árboles que no fueran cortados por los campesinos. Después de mucha investigación, el agrónomo descubrió que el árbol “mapou” (ceiba) era sagrado para la mayoría de los campesinos haitianos.
En verdad, mucha gente no se atrevía a cortar ese árbol, porque se creía que en él habitaba un espíritu o “lua”; por tanto, era respetado e intocable.
Ese árbol crecía libre, frondoso por todas partes del territorio haitiano. Con la ayuda de fondos de las Naciones Unidas y con la cooperación del gobierno en turno, el experto jamaiquino comenzó un gran vivero y luego sembró miles de estos árboles por todos los campos del país.
Estos árboles crecieron por un tiempo y la esperanza de ver a Haití reforestado y verde se hizo patente. La esperanza de parar la erosión y de ver caer la lluvia entusiasmó a muchos. Se esperaba ver los ríos correr, los campos fertilizados, los sembrados por todas partes y las cosechas abundantes. Había una expectativa esperanzadora.
El resultado positivo se vería en cuestión de unos años; pero pasó algo inesperado: Los protestantes evangélicos, los adventistas, los episcopales, los bautistas y metodistas, comenzaron a evangelizar e indoctrinar en los campos más remotos con sus prédicas y fue realmente impactante e influyente.
En sus mensajes evangélicos, los cristianos afirmaban que había un solo espíritu, y ese es Dios el Espíritu Santo, quien vivía en el cielo y en el corazón de los creyentes; pero jamás en un árbol.
Muy pronto muchos campesinos creyeron las palabras de los predicadores, perdieron el temor de los árboles sagrados y comenzaron a talarlos para hacer leña y carbón, ya sabían que eran propicios para combustible y no para guardar como objetos sagrados.
Las faldas de las montañas de Haití que habían comenzado a reverdecer, pronto perdieron gran parte de los crecientes árboles de mapou, porque el pueblo, que había perdido el temor al árbol sagrado, los cortaron para hacer leña y otros usos. Las laderas fueron peladas de nuevo. Las incipientes lluvias cesaron, los cultivos menguaron; el hambre comenzó a azotar en las áreas desforestadas.
La presencia y labor evangelista de los cristianos en todo el territorio haitiano, fue y es un raudal de bendiciones espirituales, sociales, cultural y educativos. Por esa labor, no hubo una atinada exhortación a enseñar a respetar el crecimiento de los árboles para contener la erosión de las montañas y salvaguardar la necesaria vegetación.
Ante ese fracaso, el contrariado experto agrónomo jamaiquino terminó su conferencia diciéndonos que: a veces la religión puede ser el “opio del pueblo”, y este es un caso verídico, pero patético y conmovedor.