“Tengo hermosas postales (…) Hay una, mi preferida entre todas ellas, es una escultura de Botero. Una mujer gorda, desnuda, muy femenina, montada sobre sus gruesas nalgas desafiando los estereotipos, la basura mediática de los cuerpos”-

David Pérez Núñez / Caleidoscopio.

Mujer sentada (1997) de F.Botero

Autoconcepto, autoestima, autoimagen, conceptos todos ellos de sobra conocidos y esgrimidos hasta la saciedad, trivializados en libros de autoayuda y consumidos en frases, tan manidas, que poco o nada aportan. Sin embargo, no por ello hemos de darlos por sabidos y desestimar su enorme importancia en  la construcción de quienes somos.  Y somos precisamente el resultado de una doble percepción estructurada en perfecta simbiosis entre el yo que se (auto)percibe a sí mismo como ser individual y los distintos yoes que, desde afuera, nos perciben como un sujeto único y diferenciado del resto. Esta interacción en doble sentido comienza a crear, ya desde la infancia, un primer acercamiento al autoconocimiento en el niño, que le va a permitir sentirse un ser con características propias que le definen y le distinguen de otros niños y del resto de personas que le rodean. Esta infantil comprensión poco a poco ira conformando, en constante feedback con el entorno, nuestra arquitectura interior, hecho que nos define como un universo “en perpetuo estado de construcción”

Robert B. Burns definió el autoconcepto como un juicio personal de valor que se expresa en las actitudes que tiene el individuo con respecto a sí  mismo. El complejo camino hasta adquirir conciencia de quienes somos está plagado de incertidumbre. El ser humano, en su intento por organizarse y comprenderse, genera un constructo que trata de dar sentido a su propia condición, mientras a la vez pretende explicarse y cobrar valor ante sí mismo y ante los demás. Dicho de otro modo tratamos de adquirir consistencia alrededor de la idea que acerca de nuestro yo forjamos. Pero para elevar este edificio y apuntalar con fuerza su estructura necesitamos que la mirada del otro complete la nuestra. Somos no solo esa idea que de nosotros proyectamos hacia el exterior sino ese contemplarnos a través de ojos ajenos. Escribe Anais Ninn “Ella no tiene confianza en sí misma, anhela insaciablemente admiración. Ella vive en los reflejos de sí misma en los ojos de los demás. Ella no se atreve a ser sí misma”  Y es precisamente ese atreverse, ese “ser en uno mismo” el motor que nos convierte en seres capaces de afrontar la vida desde esa cierta seguridad que otorga sentirnos artífices de nuestra propia existencia.

Autoconcepto y autoestima son a menudo nociones que diluyen sus límites en el imaginario colectivo y aunque firmemente imbricadas ambas en una construcción sana y saludable del individuo, no son exactamente lo mismo. Si el autoconcepto es el juicio que elaboramos acerca del yo, la autoestima es la capacidad de sentirnos satisfechos y orgullosos de ser quienes somos y ello implica la aceptación de las virtudes y defectos que nos acompañan, el reconocimiento de nuestras capacidades y a la vez de los límites, consustanciales o adquiridos, que portamos a la espalda. A todo ello hemos de sumar el reflejo que el espejo nos devuelve en la mirada cada vez que nos situamos frente a él. La aprobación o el rechazo de nuestro cuerpo constituye, a su vez,  un elemento de vital importancia para el ser humano.

Todos, en mayor o menor medida, necesitamos  gustarnos y gustar a los demás para sentir que caminamos terreno firme.  Empleamos, sobre todo las mujeres aunque no excluye a los hombres, demasiado tiempo y demasiado esfuerzo en modelar y adornar nuestro cuerpo para gustar al otro, mucho más que el que destinamos a sentirnos verdaderamente a gusto en nuestra piel. Nos aceptamos y nuestra imagen es aceptada en función de su mayor o menor adecuación al canon estético que preside el momento que nos toca vivir. Un cuerpo hoy despreciado bien pudiera ser objeto de deseo apenas unas décadas atrás. El ser humano perfila un ideal de belleza a partir de variables ajenas a la belleza misma. Nada en el devenir humano permanece ni es invariablemente estable. No existe un canon universal, atemporal y compartido a lo largo de la historia. El concepto de lo bello es caprichoso, efímera y subjetiva su naturaleza.

Si el niño comienza a interiorizarse a sí mismo y a desligarse de los otros a través de un complicado proceso que le permite ir descubriendo y aprehendiendo el mundo circundante, el adolescente cierra la etapa transitoria de la infancia para encaminar sus pasos hacia otra fase madurativa que consolide lo aprendido y le prepare para avanzar poco a poco hacia la edad adulta. En la adolescencia cobra una importancia vital la imagen corporal. “El autoconcepto físico es (…) un concepto más amplio que el de la imagen corporal ya que incluye no solo percepciones de la apariencia física sino el estado de forma física, la competencia deportiva o la fuerza. La imagen corporal formaría parte del concepto físico, estando directamente relacionada con el subdominio de atractivo físico (…) refiriéndose este último a las percepciones que tiene el individuo de su apariencia, de la seguridad y la satisfacción  por la imagen propia. (Goñi, Ruíz de Azúa & Liberal, 2004)”. Y es en este punto y dada la dificultad del proceso, dónde se producen las primeras discrepancias entre la realidad y la idealización del cuerpo deseado impuesta por una sociedad que prioriza la estética por encima de todas las demás cuestiones. Esta distancia entre la imagen que nos devuelve el espejo y aquella que nos golpea una y otra vez la retina desde todo ámbito posible, puede producir severos desajustes emocionales, insatisfacción y rechazo corporal que conduce en la mayoría de los casos a una profunda crisis de autoestima. Este hecho sin duda importante en ambos sexos, lo es aún más en el caso de la mujer, de la que aún se espera esté siempre lista para agradar al varón o de lo contrario pasará a adquirir la condición de ser invisible.

Las mujeres, pese a años de lucha feminista sin cuartel y a pesar de grandes conquistas obtenidas con mucho esfuerzo, hemos vuelto a caer en la trampa. Nunca como ahora el nivel de intolerancia hacia quien trata de escapar del modelo dominante y el grado de autoexigencia a nivel estético fueron tan elevados. El resultado es demoledor. Nos hemos convertido, sea cual sea nuestra edad, en auténticas esclavas de nuestro cuerpo. No cumplir los requisitos, exceder la talla que fija como visualmente apta el mercado, no ser capaces de mantener la sonrisa perfecta, poseer unos dientes blancos y bien alineados, vientre perfecto, firmes y generosos senos, vestir a la última con las prendas dictadas por influencers y revistas de moda, está considerado un pecado de omisión que difícilmente es perdonado por una sociedad absolutamente voraz y dispuesta a no consentir que nadie abandone el redil. No es casual que, en una época asolada por una gigantesca crisis a todos los niveles, sigan proliferando empresas dedicadas a hacer girar sin descanso un engranaje creado para generar “mujeres perfectas” dotadas de cuerpos y rostros perfectos. Hoy continúa siendo pecado envejecer, pese a las constantes reivindicaciones de mujeres valientes que desafían toda norma. Es pecado aceptar y mostrarse orgullosa de vestir una talla más allá de la XL, presumir de arrugas, dejarse ver en público sin maquillaje, no machacarse en el gimnasio y asumir sin desmayo unos kilos de más en un mundo lleno de dietistas, gyms y gurus de todo tipo.

Las redes sociales, ese gran escaparate de imágenes trucadas,  nos han enseñado que todos podemos ser deliciosa y maravillosamente jóvenes y bellos. La industria del maquillaje incrementa sus ganancias y se ríe en nuestra cara creando innumerables productos que nos logren más seductoras. Los cirujanos plásticos del mundo acrecientan su patrimonio. La música dicta el tamaño apetecido de unos glúteos femeninos  que se agitan frenéticos reclamando la atención del hombre en una ceremonia de cortejo burda y enloquecida. Los centros de belleza proliferan por doquier mientras las pequeñas librerías de antaño cierran sus puertas en ausencia de gente que las empuje y que acceda al interior. Creímos ingenuamente haber encauzado de alguna forma el camino, accedimos a puestos de poder y de mando, alcanzamos la paridad en algunos gobiernos, llenamos poco a poco de presencia femenina las universidades demostrando al mundo que la igualdad era posible en acuerdo pactado y sin lucha necesaria y a pesar de todo ello, una vez más nos dejamos atrapar aceptando con gusto el vasallaje y una incondicional rendición ante la construcción artificiosa y poco natural del cuerpo perfecto.

La dignidad humana no reside en el engaño y en la resistencia poco heroica a aceptar el hecho natural de envejecer; no consiste en rechazar las huellas que proclaman el paso de tiempo sino en hacerlo con la sabiduría que aporta el trayecto realizado, aunque parece ser que pocos son los que hoy se enorgullecen de aceptarlo.  No existe, al menos de momento, una inmensa mayoría de mujeres que se pidan a sí mismas y que demanden de los otros ser valoradas por quienes son y no por quienes parecen ser. Hombres y mujeres construimos actualmente un subterfugio válido tan solo en la trastienda o al otro lado de la red social que nos engulle y que parece no soportar la mirada de frente. La obsesión por alcanzar la belleza, la presión social que se ejerce sin medida, la estúpida banalidad de poseer y alcanzar el cuerpo ideal nos exige mantener y ser rehenes de una imagen difícil de conseguir. Es como si a pesar de todo el tiempo transcurrido y de toda batalla ganada las mujeres aun nos sintiéramos incompletas si no logramos mantener ese cuerpo que nos hace sentirnos deseadas por el hombre y dignas de ser amadas. Es tan pobre esa idea y tan terrible vivir con la carga que supone la constante necesidad de seducir al mundo. Es loable y natural, sin duda alguna, el deseo de gustarnos y gustar. Son meritorios y plausibles los cuidados, la ingesta de comida sana, la rutina de ejercicio, pero lo es igualmente elegir un sendero distinto sin sentirnos culpables por ello.  Es lícito y de urgencia vital acabar de una vez por todas con la dictadura de la báscula, reivindicar un modelo estético en el que la belleza no dependa de la talla. Es necesario el firme compromiso de muchas grandes marcas, dispuestas a transgredir códigos caducos y estériles,  que apuesten con decisión por vestir a la mujer sea cual sea el tamaño de sus caderas. Pero me temo que falta aún mucho por hacer hasta dejarnos caer sobre gruesas o delgadas nalgas, mirar con serenidad al frente y sentirnos orgullosas enfundadas en nuestro cuerpo.