¡Amé tanto a este hombre!, el más amado de mi vida, en secreto. Mi amor soñado, mi ideal. Era su virilidad gestual y verbal la de mis adolescentes sueños. ¡Ay!, pobre de mí, que nunca me atreví a decirle de los versos dedicados en mi silencio provinciano o que siempre hubiera querido tenerlo a mi lado para acariciarle el cuerpo con palabras. Lo conocía desde hace siglos, en mis sueños de estudiante, aunque nunca lo supo. Me enamoré de él. No sé bien si por su figura o por sus escritos, sus páginas me llevaron a adorar lo dicho y lo entredicho, porque amo el contenido, las formas son  vulnerables, y aparenciales… Sí, adentrarme en su obra fue como recorrerlo por dentro con mis sentidos. Y taaan cerca que lo llegué a tener, si no cargara a cuestas mis prejuicios maternos, le hubiera besado, allá, en el Palacio de las Convenciones de La Habana, en 1999 cuando él daba un recital de sus “Textos breves”, y yo volaba entre sus decires y cantares de uruguayo universal. Sentí su cálido aliento cuando rozaron mis  mejillas, sus labios con sabor a eternidad. Me estremezco de solo recordarlo, a diez y siete años de aquel fortuito encuentro, cuando tomó mi mano -y como a tantísimos otros que estábamos allí-, me dibujó un cerdito en la muñeca izquierda, y yo derretida le miraba la luz de unos ojos inolvidables, pícaros, tiernos, misteriosos como la mar tan recurrente en su obra. Grabada en las entrañas de mi memoria -necia para el olvido- permanece la intensidad de su mirar, su palabra precisa, simbólica, su energía ultraterrenal. Nunca más lo vi; pero haberlo sentido cerca solo unos instantes, dibujándome mi manito de joven recién graduada, fue una de las vivencias más sublimes que he gozado en mi vida; me ruborizó, aunque él nunca descubrió que en ese preciso instante tenía yo las venas abiertas a su amor, más por los laberintos de sus sugerentes, imaginativos y ensoñadores escritos que por el hombre en sí. Con el tiempo reparé que no era el cuerpo el venerado ¡No! Era él, a través, de su obra tan sencilla y tan imaginativa, y aún me anda de arriba abajo y me escudriña y se me sale, se me escapa, aunque intente retenerlo, pero habita en mí, y florece entre las palabras escritas. Marcó mi decir para siempre. Confieso él no fue mi primer amor pero sí el más intenso, pues al conocerlo dejó de ser una idea, se me hizo tangible y real. Reconozco mi amor primero es José Martí.

Pero amo a Galeano, con su izquierdismo a veces circunstancial y enamorado, y por tanto, pobre ilusionado, pecó de iluso. Pero, igual, lo amo. La perfección es una manía mental. Lo perfecto no existe, sino dejaríamos de ser humanos. Pues sí que lo amé intensamente, y lo amo y le lloro, a no sé cuantos meses de su partida. Adoro su sentido del humor y su fina ironía, aunque sé que en ocasiones fue muy ácido con sus sarcasmos hirientes, pero, no importa, lo amo de la misma manera. Amamos las virtudes y perdonamos los defectos-los perdonables-. Amo a este hombre que se me fue a destiempo, veo sus fotos y se agolpan lágrimas por la América Latina que lo perdió, por aquellos que aún no han podido adentrarse en la sencillez simbólica de sus brevísimos ensayos sobre la vida, los poderes, el futbol y otros disparates, pasiones sin importancia. Amo al ensayista de pluma firme para defender a los pobres, a  los ninguneados que vivimos al Sur o en el Norte, pero padecemos por los desposeídos y los desórdenes mundiales. Amo a quien siempre provoca mis sentidos de lectora enamorada de su creatividad a flor de pluma. Duele hondo el dolor de su pérdida, pero ahí están sus ensayos bebibles como el mejor vino, renace cada vez por la savia que como manantial brota constante de las entrelíneas, es ahí el punto exacto de su inmensidad, en una increíble capacidad imaginativa entre lo dicho y lo sugerido. Nace y volverá a nacer en mí y en ti.  Eduardo Galeano… ¡Estás! ¡Ven, ayúdame a seguir amándote por dentro!