Un tema controvertido es la dictadura de partido. Si estamos viviendo una aberración democrática, una zona gris de absolutismo disfrazado. Y es que no pasa día sin que el dominicano sea irrespetado por sus autoridades, que sienta el silencio de la prensa, y la irrelevancia de la oposición.
Se ha explicado muchas veces: tenemos una población carente de conciencia de Estado (recomiendo el artículo del Profesor Diógenes Céspedes, “El 99 % de los votantes dominicanos son clientelistas y patrimonialistas”), manipulada por una clase gobernante intrascendente y pervertida. La historia enseña que ese binomio es de mal agüero. Conduce al autoritarismo y al desorden social.
Recuerdo esos postulados a manera de introducción, antes de escribir sobre el último ejemplo de cinismo y autoritarismo que, al parecer, a pocos ha dejado tan estupefactos como a mí. Desplante que favorece las tesis de que estamos atrapados en una dictadura de partido. Aunque también podría confirmar que soy un exagerado buscador de males donde no los hay.
He quedado atónito con la última barrabasada estatal, variante de otras que han venido sucediéndose. No debí quedarme boquiabierto, pero el asunto se las trae; molesta la burla, irrita ese dejo hipócrita de inocencia infantil que lleva. Rememora la excusa del padre irresponsable y narcisista: “Queridos niños: me jugué el dinero de la comida, de la escuela y de la ropa. Me bebí los cuartos del médico. No volveré hacerlo. Ahorita salimos a pasear. Los quiere. Papi.
El presidente fue acusado de utilizar indebidamente fondos públicos para comprar conciencias, propaganda política, y promocionar su candidatura. El ejecutivo, a través de ministros y voceros niega la especie. Luego, en persona, campante y tranquilo como siempre, desmiente molesto la calumnia. Lo deja claro: ni se gastan nuestros dineros en campaña, empleados públicos, activistas, ni en vehículos estatales que se ven rodando en ella.
Aparecen por las calles cientos de vehículos adscritos a dependencias gubernamentales, caravanean a favor de Danilo Medina. Mentira, dice el gobierno. Algo cautos y tramposos van y les quitan las placas a las yipetas. El país comprueba la violación flagrante a través de la televisión.
Entonces, analistas, periodistas, y líderes opositores muestran las cifras inequívocas del dispendio: desglose de un derroche extraordinario e inconstitucional en favor de la propaganda oficialista. Centavo a centavo demuestran la violación a todo tipo de reglamento electoral y constitucional.
Se hace irrebatible la acusación. El gobierno recurre a la desvergüenza sin pérdida de tiempo y da por terminado el asunto. Los diablillos dan la cara, anuncian solemnes que el sereno anacobero que gobierna prohíbe la propaganda estatal. A paso seguido, el dueño del Tribunal Electoral reacciona y sigue a su flautista de Hamelin: prohíbe la circulación de vehículos sin placas. ¡Habrase visto cinismo igual! Esto es una admisión de culpa sin sonrojo ni arrepentimiento, una tomadura de pelo. Y no pasa nada.
Tanto irrespeto sólo es pensable desde una psicología grupal convencida de su invulnerabilidad. Mentalidad usual cuando se acostumbra a hacer y deshacer por la libre sin consecuencias negativas. Un hábitat donde puede decirse y contradecirse, negarse o denegarse como venga en ganas.
Todas las acusaciones fueron ciertas. Mintieron impunemente como suelen hacerlo regímenes dictatoriales. Otro abuso de poder de mal presagio. Mientras tanto, no pasa nada.