En estos días me tocó volver a leer una sentencia de Oscar Wilde. Opinaba sobre la sociedad americana del siglo diecinueve, y  la escribió luego de su primera visita a Estados Unidos. Su inteligente conclusión me hizo pensar de inmediato en el pasado y en el presente de esta república.  Imaginé al autor de “El retrato de Dorian Gray” y de “La importancia de llamarse Ernesto” saliéndose de la tumba y haciéndonos una visita, para al final concluir de la misma manera sobre nosotros.

Trujillo fue un tirano divinizado, y dejó a su paso casas de torturas, fosas comunes, y una costumbre de represión y control de conciencias que ni siquiera Balaguer, hombre culto y sofisticado, pudo sobrepasar. Dentro de un esquema autoritario y militarista, su formación al lado del dictador se impuso y osciló entre el garrote severo y discursos teóricos sobre la democracia helénica. Las circunstancias, y su concepto unipersonal del manejo del Estado, hicieron que no pudiera sacarnos del tercer mundo.

El atraso siguió arraigado en las elites de poder, tanto así, que las ideas avanzadas y el gobierno de Juan Bosch fueron neutralizadas de inmediato, dejándonos donde estábamos. No valió la revuelta constitucionalista.  Peor aún: en las últimas décadas y a pesar del brillo capitalista de la pujante macroeconomía, no tenemos segura el agua, ni la luz, ni las leyes. Cada vez hablamos y escribimos peor el castellano, creemos menos en las instituciones, y nos educan malamente. La población vive un presente confuso sin esperanzas de futuro.

Antes y después de la última dictadura, nuestra cotidianidad ha coqueteado con la barbarie, intentado lentamente alejarse de ella. Aunque no guste, la realidad es que a pesar de pujos civilizadores no hemos logrado saltar las barreras que nos impiden llegar al primer mundo. 

Saber si una sociedad es civilizada es fácil; basta mirar su calidad educativa, los cuidados de salud, la solemnidad de la justicia, sus servicios básicos, y si aquellos que trabajan disponen de un retiro digno. De ahí que, viendo nuestra baja calificación en cada uno de esos indicadores, sólo se pueda pensar en lo poco que hemos avanzado. Seguimos esperando el cumplimiento de las promesas civilizadoras, comprobando con rabia cuan mentirosos y cínicos son nuestros gobernantes.

Debo decir – sin exageraciones ni dramatismos – ateniéndome a hechos comprobados, que, luego de más de medio siglo de democracia, somos una nación subdesarrollada y primitiva; peor todavía, ante lo que acontece, es fácil afirmar que decaemos, que nos mordemos la cola, sin mejorar en nada o muy poco en los parámetros que miden el auténtico avance de los pueblos. 

Si bien los factores que cité anteriormente son indicadores de civilización, también denuncian la decadencia. Advierten sobre el horror que se avecina, y de que pronto seremos Sodoma y Gomorra sufriendo la ira divina.   

Cada vez somos un país más vulgar, tolerante de   inconductas, y donde hasta a los periodistas ignoran cómo pronunciar el castellano y venden sus plumas a quienes puedan comprarlas. Está claro: en vez de sofisticarnos, nos vulgarizamos.

La principal universidad del país es hoy una fiesta de monos, y los gobiernos les toleran su incapacidad y el despilfarro del dinero. Las instituciones culturales se encuentran politizadas. El dominicano reniega de serlo y anhela desesperadamente largarse de aquí. Podríamos seguir en varias cuartillas demostrando por qué nunca hemos sido civilizados, y comprobando que estamos degenerando.

Lo que Oscar Wilde, el pintoresco autor irlandés de finales de siglo diecinueve, escribió, fue lo siguiente: “América es el único país que ha ido del barbarismo a la decadencia sin haberse civilizado antes”. Estoy convencido de que esa sentencia, entrados ya en el siglo veintiuno, se aplica sin esfuerzo a esta sociedad enchapada en oro.