No existe un único concepto que defina la institucionalidad democrática, pero el consenso es amplio en cuanto todos coinciden en que esta se construye a partir de elementos que son tanto constitutivos como de mecanismos de garantía que aseguran un adecuado funcionamiento y ordenamiento de la sociedad. La institucionalidad vendría siendo como el  puente que comunica y une, a la misma vez que mantiene a cada estamento en su lugar y con sus dimensiones propias; es decir, sociedad y Estado, mercado y ciudadanos, ciudadano y servidor público, empleado y empleador, cuerpo del orden y ciudadanía, etc., la institucionalidad es el marco social y político que refleja quienes somos en un aspecto normativo, a través de ese conjunto de normas podemos estar juntos sin estar revueltos, podemos convivir sin invadirnos y desenvolvernos socialmente sin atropellar los derechos y la dignidad de otros en el proceso. Por tanto, si la institucionalidad es débil, escasa o inexistente, es decir, cuando un país no posee un marco regulatorio adecuado y actualizado que brinde seguridad jurídica a inversionistas, ciudadanos y a la comunidad internacional es una sociedad deficiente, en la cual los límites nunca están claros, el abuso de poder se asimila y  poco a poco hasta se naturaliza y nos disponemos a sobrevivir y no a convivir en un caos organizado, donde el tigueraje, la demagogia política autoritaria, el tumbapolvismo y la instrumentalización de las relaciones humanas, se constituyen en los verdaderos marcos bajo los cuales la incertidumbre se asienta creando un clima de desconfianza e inseguridad que mantienen tambaleando el puente institucional.

Estos  elementos constitutivos como; normas jurídicas, entidades del poder, funcionarios y políticos que intervienen y son los llamados a garantizar el cumplimiento de los derechos del ser humano en sus relaciones con el Estado y las demás entidades, deberían operar en sinergia de manera tal, que la acción conjunta entre elementos, mecanismos y quienes los operan estén orientados en una misma dirección y comprometidos con la realización satisfactoria de una función determinada. De no funcionar con la debida sincronización y concertadamente, la institucionalidad se convierte en un cúmulo de letras muertas y disposiciones legales manipuladas a voluntad y en provecho de grupos con poder económico o político, los demás, súbditos, pero no ciudadanos de pleno derecho.

Consustancial a la institucionalidad democrática está el Estado de derecho y la gobernabilidad configura una relación indisoluble en la que finalmente una determina la existencia de la otra. El Estado de derecho establece la relación de género y especie, en la cual el Estado de derecho configura la especie y la institucionalidad democrática el género: “el conjunto de leyes ordenado de acuerdo a la Constitución, la cual es el fundamento jurídico de la actuación de las autoridades y funcionarios para que se sometan a ella”, y luego consecuentemente viene la gobernabilidad;  que es el proceso permanente de concertación entre el gobierno y la sociedad civil, para lograr acuerdos políticos-sociales en el marco del respeto de las normas preestablecidas e instituciones reguladoras de las relaciones entre los individuos. De manera tal que es imposible asegurar que hay gobernabilidad democrática donde no hay  institucionalidad sólida y eficaz.

La tríada de la institucionalidad democrática está compuesta por tres elementos básicos; el sistema de normas jurídicas, las instituciones del Estado y los servidores públicos, configuran la fortaleza o ruptura del orden democrático, y la alteración de uno de estos factores constituye un efecto dominó que indefectiblemente afecta gravemente el pacto social y puede constituirse en un obstáculo insuperable para  la calidad de la vida democrática de los ciudadanos, porque el inadecuado funcionamiento de las instituciones y el irrespeto a las reglas del juego democrático por parte de las  figuras elegidas y llamadas a garantizar, extender y proteger derechos del sujeto democrático, implica también que ese mismo desorden, irrespeto y abuso se traspasa a la ciudadanía, haciendo de la sociedad un caos organizado, un sálvese quien pueda y una selva en la que el individuo está permanentemente en modo supervivencia, sobreviviendo la vida y no conviviéndola con los demás.

De manera tal que es por esto que J. Rancière sale en defensa del sujeto democrático y en primera instancia deja clara las contradicciones y mentiras en las que incurre la intelectualidad antidemocrática que culpabiliza al sujeto democrático del “exceso de sus sustentadores”, hasta el momento pese a existir diversas conceptualizaciones para establecer qué es la democracia, los intelectuales comparten a unanimidad que por lo menos: “es un régimen político en el cual el acceso a los más altos cargos públicos se caracterizan por un sufragio masivo a través de la competencia electoral”, reduciendo el rol democrático del ciudadano a un juego de suma cero, en el cual va, deposita un voto y de esta manera este debe asumir que cumplió con la sociedad, limitando su participación política a ser un ente pasivo que solo activa la democracia en su aspecto formal en provecho de quienes dicen representarle y de paso eludir el elemento esencial en el que se sustenta la democracia, que es en la extensión de la igualdad jurídica a toda la ciudadanía y la puesta en práctica de los derechos humanos y políticos.

Así Rancière plantea la paradoja democrática; que si se entiende la democracia como el reinado del exceso de sus sustentadores, pensar de esta manera llevaría a la ruina del mismo gobierno democrático, lo que conduciría a los gobiernos a reprimir los excesos que su mismo sistema genera, es decir, limitar políticamente el rol democrático del ciudadano despojándole de la posibilidad de reconocerse como sujeto de pleno derecho, tirando de la retórica del consumo para culpabilizarle de incurrir en excesos que se supone los gobernantes deben limitar reduciendo libertades y de cuajo entonces acabar con la democracia, instaurando de a poco un régimen totalitario donde un grupo preserve privilegios, mientras reduce los derechos y libertades de la mayoría por ser considerados “excesivos, inmorales y destructivos.”

Para que la institucionalidad democrática funcione, las disposiciones legales deben aprobarse observando toda la técnica legislativa, además las políticas públicas que diseñan los gobiernos deben contar con la debida planificación, financiamiento y evaluación de la efectividad oportuna, pero para ello se requieren instituciones transparentes, con rendición de cuentas, funcionarios profesionales y competentes y marcos reglamentarios abiertos y equitativos, de manera tal que la responsabilidad o culpabilidad de pervertir, transgredir y abusar de las reglas previas, es única y exclusivamente responsabilidad del funcionario o político corrupto y de ninguna manera de quienes los eligieron, puesto que desde primera instancia mantienen limitados los espacios de acción ante los cuales los ciudadanos puedan hacer valer sus derechos, limitando la democracia a la democracia representativa.

Rancière plantea que la representación, con su forma actual y concreta de elección, es una forma oligárquica de gobierno, es erróneo tanto identificar como refutar la democracia con la representación. Porque esta democracia representativa vendría fundada por privilegiados “naturales” y desviada poco a poco de las luchas democráticas. La democracia para Rancière no se identifica con ninguna forma jurídico-política, pues es el poder del pueblo que siempre se sitúa o más allá o más acá de sus formas, buscando poder ampliar lo público, por abarcar tanto derechos como espacios. Y la acción democrática se define por la acción de sujetos que tratan de reconfigurar la distribución de lo privado y lo público, de lo universal y lo particular, y en tratar de emancipar estos movimientos de los poderes oligárquicos. Tanto lo universal como lo particular, tanto lo privado como lo público han de estar siempre bajo lupa, bajo una forma polémica.

En su obra el Odio en la democracia, Rancière insiste en demostrar que la auténtica realización de la política se efectúa en la democracia. Al extraer de Las Leyes de Platón los títulos que daban legitimidad para gobernar se permite establecer esta diferencia en la democracia moderna. Por un lado los que poseyeran el derecho a mandar por ser los más fuertes, de mejor cuna o por anticipación, mientras por otro lado estarían los que tendrían alguna “razón” para gobernar, por ser mejores y los más sabios que el resto, como por ejemplo el gobernante filósofo. Sin embargo, la democracia se basa en una ausencia de título para gobernar, porque esta forma política ha superado el estado de naturaleza y funda la  sociedad, con un título que rompe definitivamente no solo con la naturaleza, sino que también niega la filiación y el poderío, porque ya en un régimen democrático no es más el capricho de niños aristócratas, delfines, consumidores, u oligarcas, sino del azar, de una naturaleza que se derroca así misma como principio de legitimidad.

El título en el que se fundamenta la democracia sería precisamente, “un título que no es tal, el título que se funda en el azar.” Para Rancière este es el principio anticorrupción por excelencia, de la diferencia y de la auténtica política, de la auto-responsabilidad como sociedad y destrucción de la filiación y el poder en unos pocos como base del gobernar. Esto es lo que la política requiere y fundamenta, un título que no es tal y que complementa otros títulos, que respeta las normas prestablecidas como única manera razonable de ejercicio político, que está por encima de la jugarreta política a la que posteriormente llaman estrategias, cuando lo único en lo que han incurrido es en subvertir el orden de las cosas, corromper las instituciones y alterar e irrespetar el pacto social, lacerando la confianza de la gente en el ordenamiento democrático, hasta el momento a los artífices del caos organizado y a quienes lo fomentan, son reconocidos como “estadistas”, los “paladines” de la justicia y la democracia, los “centinelas” de la Constitución, los que mantienen a la sociedad abocada al fracaso y al subdesarrollo son los reyes tuertos en un país de ciegos que toman agua diariamente del pozo de la locura.

Una adecuada normativa concibe la democracia como un régimen político que garantiza los derechos de la ciudadanía en sentido amplio y permite a los ciudadanos intervenir en la vida pública, influir en las elecciones del gobierno y además vigilar su desempeño sin temer a la manipulación ni injerencia de autoridades gubernamentales o políticas, que desde las instituciones se fraguan para salvaguardar intereses políticos y burocráticos. La democracia está asociada directamente con la gobernabilidad democrática, el buen gobierno, y la democracia se vulnera cuando existe exclusión social y cuando el reconocimiento de los derechos civiles son precarios.