Como cada dos años asistimos en estos meses a un miserable debate sobre los salarios mínimos, donde predomina la irracionalidad y mezquindad entre dirigentes empresariales y sindicales, con un arbitraje estatal atado al oportunismo político, sin voluntad de promover algo que provoque disgusto a cualquiera de los dos sectores.   

En los últimos dramas todo comienza igual, los sindicalistas demandando un incremento del salario mínimo del 30 por ciento y los empresarios la reclasificación de las empresas para estos fines, mientras funcionarios públicos y algunas voces patronales proclaman  la necesidad de un mejoramiento importante de los salarios mínimos, que luego arrastrarían al resto. Al final todo queda en un incremento alrededor del 10 o 15 por ciento y con apenas una pequeña nivelación hacia arriba en la mayoría de las empresas.

Las estadísticas oficiales indican que el poder adquisitivo de los asalariados dominicanos se mantiene a niveles de los años 90, es decir con más de 20 años de retraso, en grave contraste con el alto crecimiento de la economía nacional, excepto en los dos años de la crisis bancaria. De ahí que todos los estudios indican que se incrementa la brecha entre la minoría privilegiada y la gran masa de los trabajadores, con cerca del 60 por ciento en actividades informales. Por eso muchos plantean que el pregonado crecimiento económico se queda en pocas manos.

La experiencia indica que la discusión sobre los salarios se inicia en enero y viene a ejecutarse a la mitad del año, y esta vez ya vamos transitando el cuarto mes, sin que se haya avanzado. Los sindicalistas tienen su cuota de responsabilidad por no sacar de la mesa el asunto de la reclasificación de las empresas atendiendo al capital invertido, lo que no se ha hecho durante una década.

El árbitro, el Estado, a través del Comité Nacional de Salarios y el Ministerio de Trabajo, debe tomar la iniciativa, con toda responsabilidad, de reclasificar las empresas, en las categorías de grandes, medianas y pequeñas, como dispone la Ley 187-17, que modificó la 488-04. Nadie puede discutir que una década de devaluación ha impactado no sólo los salarios, sino también el valor de la inversión empresarial.

Hasta tácticamente los sindicalistas deberían aceptar que se reclasifiquen las empresas de inmediato, con criterios de racionalidad y equidad, sincerando el hecho de que lo que antes era una inversión de gran empresa, puede estar hoy en la tercera categoría, la de pequeña, dejando atrás inclusive la segunda, que es la mediana. 

Eso daría mayor fuerza moral a los representantes laborales para exigir justicia salarial, enrostrando a los empresarios que muchos están pagando salarios miserables, con promedio mínimo de 10 mil pesos, cuando la canasta familiar básica del quintil más pobre demanda 13 mil 800 pesos. Es dramático que el 48 por ciento de los asalariados reciba menos del salario mínimo mayor que es de 15 mil 448 pesos; que 40 de cada cien no obtengan lo necesario para cubrir el costo de la canasta familiar más baja y que apenas la tercera parte tengan ingresos sobre el promedio de las canastas familiares que era al 31 de diciembre pasado de 30 mil 334, según las estadísticas de la Tesorería de la Seguridad Social y del Banco Central.

Así como es irracional negar la procedencia de la reclasificación del capital de las empresas, lo es también que todavía en las zonas francas se mantenga un salario mínimo de 9 mil pesos, similar al de las pequeñas empresas, y de 10 mil 355 pesos en los grandes hoteles y restaurantes, dos de los mayores empleadores, con nivel de las medianas empresas. 

Ahora que el gobierno decidió un incremento del 98 por ciento al salario mínimo de 5 mil 117 pesos que había mantenido indolentemente durante dos décadas, el  empresariado está obligado a una revaluación salarial importante. Y que funcionarios, políticos y líderes empresariales dejen de hablar de reducción de la pobreza, mientras alrededor del 60 por ciento de todos los trabajadores no puedan cubrir el costo de la canasta familiar básica. A esa proporción se llega cuando se incluye a los empleados informales, que son la mayoría y con promedios de ingresos estimados en 25 por ciento menores. Así de dramático.-