Si para muchos funcionarios y dirigentes, tanto en el ámbito oficialista como en el de oposición, la libertad de prensa es un privilegio y no un derecho legítimo, no es nada raro que la honradez sea para ellos una virtud y no un deber elemental, una obligación, en el ejercicio de funciones públicas. De ahí que para la mayoría la actuación más o menos pulcra en el desempeño de cargos en el Gobierno constituya un motivo de alabanza personal, merecedora de comunicados pagados con altisonante prosa.

Esta grave distorsión del papel del servidor público nace de la creencia errónea, pero bastante generalizada en nuestro ambiente político, de que la democracia y el frágil ejercicio de las libertades individuales, es un regalo y no el fruto de una larga lucha en la que muchos otros sectores, políticos y no políticos, han tenido un desempeño igualmente importante.

En nuestra tradición, los gobiernos han sufrido de un mal común y este ha sido la tendencia a sobrevalorar la relevancia de sus aportes al proceso de desarrollo institucional. Olvidan que un estado de derecho no se crea mediante decreto y que, al final de cuentas, es el resultado de una concatenación de acontecimientos que generan condiciones propicias a ese clima. De todas formas, estamos muy lejos de poder asegurar que en materia de derechos humanos y ejercicio de las libertades democráticas, seamos un espejo inmaculado donde otros países deban verse.

De época en época, los líderes del  oficialismo, no importa de qué partido se trate, toman en serio  la ilusión de que constituimos un “ejemplo para América”.  Hemos mejorado en ese campo, es cierto. Pero nuestra democracia no es una cosa del otro mundo. Lo que nuestros políticos deben terminar de aprender es que las libertades sólo tienen sentido si se ejercen y este ejercicio es lo que finalmente robustece la democracia y afianza las instituciones.