Laura Gómez. Fotografía: Hilda Pellerano

Unas semanas atrás tuve una sesión de terapia en la que lloraba desconsoladamente. En un abrir y cerrar de ojos el mes iba llegando a su fin, y con él, un año que ha sido tan interesante como desafiante. Al discernir al respecto y conversarlo, salí de mi sesión con ojos hinchados y el alma relajada. 

Hace exactamente un año que concebí la idea de escribir una columna muy personal que fuese una especie de diario existencial como parte de mi retorno a Quisqueya. Tras veinte años viviendo en Nueva York y estableciendo lo que sería mi carrera actoral y mi vida adulta hasta la fecha, regresar al puerto de origen presentaba todo un reto y un proceso de adaptación, tanto por tener un oficio inestable en otro año incierto, como por ser yo una caribeña rebelde que no encaja del todo en el molde. Este sería, pensé entonces, el enfoque. Por este medio podría expresarme abiertamente, sin filtros y sin tapujos, exponiendo lo que se me viniera a la mente. Mis confesiones traen consigo la particularidad de que parecen ser notas discordantes por estos lados, en una partitura en la que no suelen escucharse bemoles, aunque los haya, y muchos, pero por lo general no muy al unísono. Tal vez es por eso que he recibido mensajes de agradecimiento cuando en alguna ocasión he revelado que una vez estuve casada, y que aunque nos queríamos mucho, nos terminamos divorciando porque él quería hijos y yo no. O que me considero aliada fiel de la comunidad LGBTQ+, y que creo fervientemente en el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo. 

Esta vez, la cuestión va sobre reflexionar acerca de lo que ha sido el año que vamos dejando detrás. Es algo que suelo hacer en silencio. Meditar sobre cómo han ido marchando las cosas, y justo vengo pensando en la enorme gratitud que siento por el significativo cambio en mis hábitos nocturnos, dígase, llevo un buen tiempo durmiendo increíblemente bien. Qué básico debe ser para muchos lo que para mí es motivo de regocijo diario. Y es que hace apenas unos meses que llevaba la triste y desesperante etiqueta de insomne, después de años afectada por lo que eventualmente se convirtiera en un problema crónico. Es la razón por la que cada día, desde que finalizara una intensa terapia del sueño, amanezco en un estado de euforia total por el simple hecho de poder dormir de manera natural. Y aunque es cierto que aún me quedan ciertos temores de que las cosas pudieran volver atrás, de inmediato me percato de que ahora tengo conciencia de los factores causantes de mi antigua condición y herramientas para manejarlo. Lo cierto es que una vez implementados los cambios necesarios para enfrentar al miedo, el monstruo, cualquiera que sea, paulatinamente se comienza a disipar. 

Me queda la acertada observación de que los vaivenes emocionales son parte obligatoria del trayecto, pero también tienen principio y fin. Lo bueno no existe sin lo malo, o bien no lo podríamos interpretar como tal. Claro que no necesito enfermarme para apreciar estar sana, pero cómo se valora la salud después de que se está en cama. Tanto como valoro ahora el poder dormir. C’est la vie, y es por tanto mi propósito aceptar con paciencia los momentos inestables y disfrutar luego la calma. 

El 2021 se despide sin dejar pista alguna sobre cómo marcharán las cosas este año entrante, con covid y sus variantes, los políticos corruptos de siempre y el caos que es vivir en este mundo de locos, así que ni siquiera me pregunto qué pasará mañana, pero al menos hoy me siento optimista y muy enfocada en el ahora. Olvidaba mencionar que fue una de las conclusiones tras el llanto desesperado de aquella sesión de terapia, que también iba ligada a lo que continúa siendo una meta constante: Eso de no perder el placer de los procesos, sin añadirle expectativas.