1.-Alfredo Espino, el poeta criollista del Salvador.
Edgardo Alfredo Espino Najarro (1900-1928), fue un desgraciado portalira que se suicidó cuando sus padres, que hacían versos, se negaron a aceptarles las novias que tenía para casarse, dedicándose a la bohemia y terminando en un suicidio. Era muy conocido y ya se le consideraba el más importante criollista de su país aunque no había editado libros. En 1936 la Universidad del Salvador publicó con el título de “Jícaras tristes” la recopilación de sus poemas y a la fecha tiene 13 ediciones, la última de 2013 del Ministerio de Cultura de ese país.

En la que bajamos de la Web, señalan en la introducción:
“Alfredo Espino es el más grande poeta bucólico del país. Su poesía retrata a El Salvador rural de esa época. Espino le escribe con enorme sencillez y gran sensibilidad a todas esas pequeñas cosas que rodean la vida en el campo: los ríos, los pájaros, las tardes, los valles, los bueyes, las humildes casas, las mariposas, los cañales en flor; y lo hace tan descriptivo, que permite que el lector, al leer sus versos, se transporte a la campiña salvadoreña, muy similar a la centroamericana, y sienta el olor de la tierra, el aroma de las flores, el sol del mediodía y el sereno de la noche”.
Cuando murió fue sepultado en el Cementerio General de la capital y luego sus restos fueron trasladados a la Cripta de los Poetas en el camposanto privado Jardines del Recuerdo.
La próxima semana haremos la comparación con los criollistas dominicanos, de principios del siglo pasado comentando esto y otros detalles.

2.-Poemas de Alfredo Espino
Un rancho y un lucero
Un día —¡primero dios!—
has de quererme un poquito.
yo levantaré el ranchito
en que vivamos los dos.
¿Que más pedir? con tu amor,
mi rancho, un árbol, un perro,
y enfrente el cielo y el cerro
y el cafetalito en flor…
y entre aroma de saúcos,
un zenzontle que cantará
y una poza que copiará
pajaritos y bejucos.
lo que los pobres queremos,
lo que los pobres amamos,
eso que tanto adoramos
porque es lo que no tenemos…
Con sólo eso, vida mía;
con sólo eso:
con mi verso, con tu beso,
lo demás nos sobraría…
Porque no hay nada mejor
que un monte, un rancho, un lucero,
cuando se tiene un "te quiero"
y huele a sendas en flor…
Después de la lluvia
Por las floridas barrancas
pasó anoche el aguacero
y amaneció el limonero
llorando estrellitas blancas.
Andan perdidos cencerros
entre frescos yerbazales,
y pasan las invernales
neblinas, borrando cerros.
El nido
Es porque un pajarito de la montaña ha hecho,
en el hueco de un árbol, su nido matinal,
que el árbol amanece con música en el pecho,
como que si tuviera corazón musical.
Si el dulce pajarito por entre el hueco asoma,
para beber rocío, para beber aroma,
el árbol de la sierra me da la sensación
de que se le ha salido, cantando, el corazón.
El salto
Escena regional; urente sol de estío;
una grácil parásita cuelga su escalinata
de alas de mariposa, pájaros de escarlata,
en la florida torre del conacaste umbrío.
Tal es el escenario por el que corre el río;
el río que arboledas, cielo y frondas retrata
y que fulgura, a veces, como un listón de plata
que estuviera bordado con perlas de rocío…
Y el río va cantando con un cantar que encanta:
mas al llegar al borde del abismo, no canta,
sino que imita el sordo clamor de la tormenta.
Y en su cristal, entonces, tiemblan diademas de oro,
y al despeñar —gritando—— su vértigo sonoro,
un huracán de espumas a sus plantas revienta.

Al entreabrirse la flor de coyol
Siento una vaga ternura infantil
cuando al frescor de las húmedas huertas
sus indecibles plegarias inciertas
lloran las dulces cigarras de abril.
Trémulos llantos que el aura sutil
lleva en sus alas, igual que a hojas muertas
hacia las blandas llanuras, abiertas
bajo los cielos de rosa y de añil…
¡Oh!, las cantoras del riente bohío,
que con sus ternezas aduermen al río
al entreabrirse la flor del coyol…
Y en sus cantares suspiran y lloran
entre los claros boscajes que doran
las melancólicas puestas de sol…
Huertos nativos
Bajo toldos de rubios naranjales
serpentea el camino polvoriento
todo lleno de aromas y de viento,
lleno de músicas primaverales.
A las primeras luces matinales
pasa el ganado con su paso lento…
y va el gañán detrás, sucio y mugriento
cabalgando en su potro a los corrales.
Junto a la vieja puerta la ubre ordeña
y la leche, aromada, y espumante,
burbujea en la jarra rebosante.
Y el sol, a su caricia lugareña
enciende el naranjal, fresco y sonoro
cual si puñadas le arrojase, de oro…
De entre el verde follaje, la cabaña
destaca el techo rústico, pajizo.
A un lado está el bambú de áureo carrizo
crujiendo entre el verdor de la maraña.
Mece a lo lejos la flexible caña
su alto penacho, por el viento rizo
y al ondular, su cálamo macizo
alza el rumor de una canción extraña.
Entre belleza tanta no hay, empero,
una que al alma inspire más dulzura
que aquella lejanía de esmeralda,
recamada de virgen espesura…
surge de ahí una loma y en su falda
ondea su abanico un cocotero…
