La democracia es un complejo sistema que evoluciona, que va avanzando en la medida que el conocimiento desplaza los cimientos del oscurantismo que se anida en los prejuicios y dogmas que han servido durante siglos para negar derechos, o justificar la explotación, la marginalidad y exclusión, al asumirse como estados naturales inamovibles en los que la divinidad o las divinidades, todo depende de la visión religiosa,  diseña un pétreo sistema de valores al margen de las luchas sociales que, son en definitiva, el motor que marca la dinámica de las comunidades humanas.

Como forma de organización social, la democracia en su etapa primitiva, irrumpía con esfuerzo en un Estado en que los seres humanos no eran considerados iguales, y por lo tanto, ésta no podía expresarse a plenitud. Los esclavos, sin derechos ciudadanos, igual que las mujeres y extranjeros, no formaban parte de los esquemas de tomas de decisiones en el primer intento democratizador asumido por los atenienses a través de asambleas populares que arrebataran el poder absoluto a reyes, emperadores o cualquier otra manera de expresión de poder que actuara al margen de la consulta ciudadana.

De Solón a Euclides, este interesante intento de democracia directa carente de universalidad,  avanzó y retrocedió en su afán por sobrevivir, hasta su desaparición total cuando los macedonios liquidaron las instituciones que le dieron cuerpo. Los Romanos harían un esfuerzo por revivirla, aunque ya no a la forma ateniense, sino bajo el esquema de la representación, modelo que asume Francia y comenzaría a prevalecer hasta nuestros días en un recorrido accidentado por constantes amenazas a su existencia y una resistencia de las monarquías que prevalecen al margen de las consultas populares en países definidos como democráticos.

 La democracia occidental, o las democracias occidentales para ser más preciso, a pesar de la imposibilidad de representación directa por la cuestión poblacional, han avanzado hacia la universalidad, un carácter que fue alcanzando con la abolición de la esclavitud, inclusión de la mujer, de los analfabetos y de los pobres en los procesos políticos y electorales. Pero ese avance arrastra en algunos modelos, una crisis de representación, porque en muchos casos la democracia representativa ha dejado de ser  “un Estado en el que el pueblo soberano, regido por leyes que son obra suya, hace él mismo todo lo que puede hacer, y permite hacer, por medio de delegados, todo lo que él mismo no puede hacer”, como expresara Maximiliano Robespierre.

Y es que, a pesar de la expresión popular en las urnas para escoger representantes a través de los cuales el pueblo haga sus leyes o vigile el cumplimiento de éstas, los que alcanzan la representación individualizan el ejercicio para asumir una auto representación que, en ilegítima autonomía, pone a disposición de una minoría, que no decidió su elección, los servicios que debe prestar para el interés de sus electores, lo que va convirtiendo a esa democracia formal, de urnas y boletas, o de dispositivos electorales electrónicos, en una oligarquía, o gobierno de minorías que, de tener un representante, líder o jefe, estaríamos, de forma factual, frente a un régimen con monarca o emperador que, si es osado, se pondría por encima de las leyes que se supone el pueblo elaboró a través de sus delegados.

En medio de esa degradación sutil de la democracia, y anestesiados por las orgías carnavalescas de orden electoral, vamos perdiendo el poder popular y se va consolidando el gobierno de minorías hasta llegar a Luis XVI  y su “el Estado soy yo”, o, a la caricatura del novísimo benefactor de la patria.