Sarabande es el lugar imaginario y secreto que me he creado para combatir el frío de Chicago. Los inviernos en esta parte de Estados Unidos suelen ser largos, llenos de hielo y nieve. Cuando hablo con otros caribeños hay una interrogante que siempre sale a flote, ¿Y tú, ya te has acostumbrado? Respondo que a este frío no hay hueso tropical que se acostumbre… uno se acopla, se adapta y busca cómo compensar. Yo que puedo leer y escribir, me he creado Sarabande, una especie de isla hecha con retazos de momentos que he pasado en islas como Puerto Rico, Curazao, Aruba, Jamaica y Saint Thomas. Pero, ¿qué pasa cuando tienes la oportunidad de viajar a la mediaisla en medio del frío? Un viaje corto al Santo Domingo de mis amores durante la primera nevada de la temporada resulta tan peligroso como encantador.
Luego de casi medio día de vuelos y conexiones, recibo el calor al salir de la terminal del Aeropuerto de las Américas. La nostalgia fue lo peor porque cuando tienes más de veinte años tratando de irte Dominicana te reclama y ya no sé si fueron las lágrimas o el sudor o la humedad pero estaba hecho una sopa. Tomé un taxi que hablaba tanto que me costó hablar también, quizás para dejar de escuchar el curioso acento de su voz… voz que de alguna manera me traía increíblemente el recuerdo de mi padre, que había muerto ahogado en La Caleta, la playa que nos quedaba al frente. Nos detuvimos por unas cervezas y juntos miramos la mar. Jugué con una metáfora que hablaba de una novela en donde se resaltaba que en ningún otro lugar del Caribe el agua conseguía ese tono verdiazul. No por mucho tiempo, dijo el taxista, añadiendo que se llamaba Ángel y que todas las playas dentro de pronto iban a ser clausuradas en nuestro país, la cosa está mala en playas como Güibia, Montesinos, Manresa, Boca Chica… llenas de plástico y de basura… un soberano berenjenal. Reanudamos. El auto va raudo por Las Américas, cae la tarde, tomamos la Avenida España y antes de cruzar el puente flotante y entrar de lleno en las piernas abiertas de la ciudad primada de América, puedo ver oleadas de basura flotando serenamente sobre la superficie del mar.
Pido al taxi que me deje al final de la Avenida del Puerto, justo en donde comienza el Malecón. Entro a un restaurante de carnes y mariscos a la parrilla. Desde ahí la vista de la bahía conformada por Sans Soucy, la desembocadura del Río Ozama y el Mar Caribe es casi perfecta. Pido cerveza, pescado y plátano frito. Empiezo un texto breve pensando que el tiempo tiene sus triquiñuelas. Anoche estaba a tantos grados bajo cero y hoy estoy Caribe y radiante. Escribiendo sobre esta confluencia de río y mar. Justo por aquí hace 500 años aventureros españoles reclamaron esta parte del mundo. El lugar exacto del Fucú que nos hace viralatas hasta el día de hoy. Pagué la cuenta y decidí caminar por la Zona Colonial, esperando en secreto que alguien, algún amigo de mi pasados días por estas calles me reconociera. Varias personas me miraban intrigadas y entre la duda intentaban algún saludo. El resto de pleno me ignoraba. Es cierto, me digo con inevitable tristeza: la parte práctica es que ya no vivo en la mediaisla, la parte metafórica es que inevitablemente la llevo conmigo. Es mi licencia poética, es la excusa perfecta para una adolescencia truncada. ¿Y qué adolescencia no lo es?
Hago las diligencias domésticas y familiares que han obligado este viaje como si le hiciera la autopsia a mi propio cadáver. Durante tres días me dedico cada vez que puedo a caminar el mapa de la Zona Colonial, dejándome sorprender por calles y monumentos, recordando sin rubor cada esquina, un cafetín, un parque. Camino de regreso al aeropuerto le ruego al chófer que siga hasta la playa de Boca Chica. Es probable que me lleve una gran decepción al ver la playa de mi niñez plagada por la prostitución y los excesos. Pero me tomo el riesgo. Todo sea por arrancarle algo al recuerdo o al trópico que alimenta mi Sarabande en medio del frío del Midwest americano.
La naturaleza es justa. El recuerdo no.