Siempre me ha parecido curioso que en Quisqueya el liderazgo sea consecuencia, muchas veces, de la intelectualidad del líder. Siempre me ha parecido que esto es así porque los dominicanos nos sentimos inferiores en cuanto a nuestra educación académica. Y aunque la asignación del cuatro por ciento del presupuesto nacional a la educación nos ayude a superar ese sentimiento, tendrán que pasar muchos años, acaso muchas generaciones, para que el cambio en esta percepción sea significativo.
Esta intelectualidad, sin embargo, casi nunca es auténtica. En nuestra historia política reciente hemos tenido intelectuales de verdad e intelectuales de mentira. Intelectuales de esencia e intelectuales de pose. Dicho de otra manera, profesores y diletantes. El abismo entre ellos no puede ser mayor.
El objetivo del profesor es el de enseñar. La vocación del profesor es la verdad. Sus enseñanzas se basan en la lógica. El objetivo del diletante es satisfacer su propio orgullo. Su vocación es la mentira. Sus “enseñanzas” se basan en las falacias, en los sofismas.
El profesor se vale de palabras llanas para que sus compatriotas – sean sus seguidores o no – accedan al conocimiento que quiere transmitir. El diletante utiliza palabras rebuscadas para lucírsela. Poco le importa que sus alumnos – que son casi siempre solo sus seguidores – no aprendan nada: El diletante busca engrandecerse frente a ellos.
El profesor es conciso. Utiliza el mínimo de palabras que permita hacer entender sus ideas. El diletante es locuaz. Pretende rellenar con palabras el vacío de sus ideas.
El profesor llena sus palabras de sentido. Las palabras del profesor son el medio de trasmitir sus ideas. El diletante usa palabras huecas. Las palabras del diletante no transmiten absolutamente nada.
El profesor tiene un gran respeto del idioma. Y un gran dominio. El diletante, no. Al diletante no le importa cometer faltas ortográficas y utilizar palabras que no existen.
La obra del profesor es abundante. Escribir es para él casi una necesidad. La obra del diletante se limita a dos o tres fascículos. Escribir es para él un medio para demostrar su “intelectualidad”.
El profesor escribe siempre lo que firma. El diletante, a veces.
El pensamiento del profesor es original. Es fruto de largas horas de reflexión. El “pensamiento” del diletante no es más que una sarta de ideas ajenas, las más de las veces tomadas de las corrientes intelectuales vigentes en ese momento. Es fruto de súbitas acciones de copiar y pegar o de bien logradas botellas (estudiantiles, no políticas).
El profesor es partidario de la confrontación de ideas. El profesor no teme debatirlas frente a sus contradictores. Personalmente. Frente a frente. El diletante toma sus “ideas” como palabras de Dios. O al menos eso pretende. Y su prepotencia frente a sus contradictores no es más que el disfraz de su temor a los debates cara a cara. A lo más que llega es a “un pleito entre vecinas”, medios de comunicación de por medio.
El profesor es considerado un intelectual por los otros. El diletante se arroga la condición de intelectual.
El profesor rechaza modestamente su condición de maestro. Curiosamente, el diletante, a pesar de todas estas diferencias, se considera como su discípulo más amado.