¿Existe bien más preciado que la libertad, al menos para aquellos que no la tienen o que se ven expuestos a perderla? Convencido de que “no” es la única respuesta correcta, me resulta fácil admitir la supremacía del Poder de que disponen los Procuradores representantes del Ministerio Público en relación a toda otra potestad a cargo de cualquiera otros hombres y mujeres servidores del Estado.
Al margen de que razonemos lo anterior desde los zapatos o no de quienes son investigados, imputados o acusados por la comisión de crímenes, me parece una idea impecable sobre todo si consideramos los incuestionables blindajes institucionales con que hoy cuentan esos centinelas de la legalidad no obstante el estadio actual de nuestro nominal Estado de Derecho Constitucional: autonomía funcional, administrativa y presupuestaria, independencia respecto de todo otro órgano del Estado e inamovilidad (Art. 170 constitucional); además de los múltiples privilegios exclusivos que les asisten -al menos a los titulares o rangos principales- como garantías de actualización periódica y progresiva para la idoneidad de la realización de sus funciones, entre estos: salarios competitivos, dietas, pólizas de seguro médico y de vida, asignación de vehículos de primera y combustible, exoneraciones fiscales, cobertura de educación continuada y programas de especialización, equipos de trabajo multidisciplinarios, etc. [Ojo, y no es para menos, combaten la criminalidad!]
En efecto, aún frente a los jueces penales (popularmente identificados como símiles de Dios en la tierra, con perdón del Papa y sus fans) el poder de los Procuradores se advierte razonablemente superior en cuanto alcance y trascendencia respecto de nuestros derechos y libertades fundamentales, estando las más importantes intervenciones o actividades de los primeros estrictamente condicionadas por las iniciativas de los últimos -pues nemo iudex sine actore o ne procedat iudex ex officio-, conforme a las implicaciones del Sistema Acusatorio que nos permitimos y reconocemos como una conquista en la evolución de nuestro ordenamiento procesal penal.
A similar conclusión llegaremos si partimos de examinar el nivel de falibilidad para la equivocación o el autoengaño que atañe a jueces y procuradores fiscales respectivamente, en relación a la inocencia o culpabilidad de un procesado, dadas la organización institucional y las circunstancias en que ambos ejercen sus funciones, resultando que la probabilidad de hacer incurrir a un juez en un error judicial -o de que ahí llegue por extravío propio- en perjuicio de un inocente, es mucho más alta que respecto de un procurador, quien tiene en cada caso amplios márgenes temporales y herramientas técnicas para maximizar la corrección en su accionar y en definitiva lograr el mejor conocimiento posible entre todos los actores judiciales sobre la realidad histórica de los hechos cuya verdad se pretende comprobar en cada proceso.
Recordemos que los juicios giran en torno a las acusaciones, y en la mayoría de casos estas son preparadas por el Ministerio Público regularmente sin otra condicionante que respetar ciertas reglas de juego -el denominado debido proceso-, y que de cumplirlas no se limitarían sus potestades para lograr con efectividad sus propósitos, pero tampoco para hacer imposible -arruinar o destruir- la vida, la familia, la imagen, el honor o la reputación de su perseguido -culpable o no-, sin que ello necesariamente implique comprometer su responsabilidad personal, sucediendo así solo extraordinariamente. [Esta ha sido una curiosidad que nunca he podido disolver del todo: ¿qué tan conscientes del potencial de su poder son nuestros Procuradores?]
De lo anterior mi convicción de que es a los Procuradores -antes que a los jueces- a quienes mejor corresponde la etiqueta de dioses terrenales (con “d” minúscula, pero al fin y al cabo dioses), de lo cual no creo que implique algún problema que así lo reconozcamos y se los hagamos saber, sobre todo como una razón más que haga entender como ficción jurídica el siempre manoseado supuesto “principio de igualdad de armas entre las partes”, un absurdo incluso como aspiración institucional. No se tenga duda que en la historia de la justicia penal la defensa de un imputado nunca ha luchado en igualdad de condiciones y facultades frente a sus inquisidores fiscales, de la misma forma que entre Dioses y simples mortales tampoco ha existido tal correlación de fuerzas ni siquiera en la mitología política contemporánea.
El verdadero problema tiene lugar cuando esos procuradores dioses se creen Dioses -ahora con “D” mayúscula-, olvidando su naturaleza humana, al tiempo que su calidad de ciudadanos y servidores públicos que por magnificente que resulte el poder que les ha sido asignado, tarde o temprano se advertirá como un poder limitado o limitable, susceptible de ser reducido incluso a su mínima expresión: 0, porque se ha perdido la gracia divina o porque como a toda obra humana le llega su tiempo de perecer. (Cfr. Eclesiastés 3:1-15)
Tales reflexiones surgen en mí a propósito de los casos disciplinarios de reciente publicidad, refiriéndome al del Procurador General Titular de la Corte de Apelación Regional de San Pedro de Macorís, Lic. Roberto Encarnación Del Monte, y al no menos “honorable” por su alta investidura, Procurador General de Corte de Apelación Titular de la Procuraduría Especializada contra Tráfico Ilícito de Migrantes y Trata de Personas, Lic. Bienvenido Ventura Cuevas, quienes este año han sido suspendidos de sus funciones sin disfrute de sueldo, como medida cautelar en el marco de los procesos disciplinarios en los que la Inspectoría General del Ministerio Público apuesta a la destitución de ambos por la comisión de faltas graves en el ejercicio de sus funciones. Debo explicar, faltas que -de resultar comprobadas- analizadas en cada caso (lo que me ha parecido necesario hacer antes de opinar al respecto y llegar a esta conclusión), no dan cuenta de otra cosa sino de que ambos funcionarios se embriagaron durante mucho tiempo del poder que les fuera delegado con sus cargos; se creyeron infalibles -quizás bajo la falsa idea de que tratándose de un Poder absoluto, su corrupción estaba justificada-, pues hasta ahora habían sido incontrolables e intocables frente a sus víctimas, delincuentes o no, pero víctimas del abuso de poder posible de materializarse en cada acción fiscal que se ejecute sin una dosis de buen juicio, humanismo y respeto a la dignidad humana de los ciudadanos que puedan ser objeto de una investigación, imputación o acusación del Ministerio Público, como función esencial del Estado Dominicano (Art. 8 constitucional) y compromiso de todo encargado del poder público estadual (Art. 4 constitucional).
La desgracia de esos dos Procuradores -o bien el logro que representarán sus destituciones deshonrosas en caso de comprobarse la causa de sus sometimientos-, debe servir de moraleja o materia para la reflexión a todos nuestros Procuradores -se entiendan dioses o no, pues para muchos como yo lo son aunque no lo acepten públicamente-, mismos que tienen la oportunidad histórica de ser encabezados por la Magistrada Miriam Germán Brito en una gestión que -para no pocos- proyecta constituirse en un antes y después de la historia del Ministerio Público en la República Dominicana, al menos en lo que concierne al respeto de las garantías y los derechos fundamentales de todo ciudadano.
Y cuando digo todos nuestros Procuradores, me refiero a todos -todas, y si se prefiere todes- los representantes del Ministerio Público en esta tierra que sigue ubicada en el mismo trayecto del sol, no obstante la incesante arritmia histórica que la jamaquea continuamente; desde el fiscalizador que ayer de compras en un supermercado me saludó amablemente con la cortesía propia de quien conoce bien a su interlocutor, cuando quizás solo nos hemos visto accidentalmente en alguna que otra ocasión, como a la cúpula que junto a la admirable Doña conforman el connotado Lic. Wilson Camacho, Titular de la Procuraduría Especializada en Persecución de la Corrupción, y la innegable Procuradora más popular en la historia de la institución, Lic. Yeni Berenice Reynoso, Directora General de Persecución de la Procuraduría General de la República.
Si todos los Procuradores referidos aceptan conmigo la idea de que es preferible aprender de los errores ajenos antes que de los propios -dadas las consecuencias muchas veces insalvables que estos implican, y para muestra dos botones he citado en este artículo-, entonces deberán también aceptar como razonable y conveniente procurar en todo momento respetar el debido proceso y la dignidad de los mortales contra quienes ejercitan la acción penal en los expedientes a su cargo, considerando no solo que en Derecho Procesal Penal el fin nunca justifica los medios, sino también que ni siquiera para los dioses -con “d” e incluso con “D”- existe tal cosa como un poder absoluto, irreducible, perpetuo o invencible, resultando en algún momento sus posibles actuaciones antijurídicas fiscalizables y sancionables -si no pensemos en el caso del ex Procurador General, condenado sin derecho al recurso cuando ni siquiera se le ha presentado acusación-. Y esto no es amenaza, es solo una reflexión que comparto con la esperanza filantrópica de que sea recibida como un valioso consejo.