Los controles oficiales concebidos teóricamente para garantizar suministros adecuados de productos básicos a la población, terminan erosionando los canales de comercialización y abastecimiento. No se trata de negar la importancia del papel del Gobierno en la vida de una nación.

El problema estriba que al trascender su presencia por encima de lo que dictan sus obligaciones constitucionales, los gobiernos descuidan sus tareas fundamentales y tenemos el caso patético de Venezuela. Y esto normalmente ocurre en detrimento de las propias responsabilidades adicionales que tratan de asumir. En definitiva  ni una cosa ni la otra.

Lo ideal serían gobiernos menos interventores, lo que sólo sería posible si llegaran a aceptar su carácter esencialmente normativo. Renunciando a la pretensión de controlar todo el cuerpo social y económico del país, los gobiernos podrían adquirir una mayor capacidad y eficiencia para  cumplir con sus funciones reales. Podrían dotar así al pueblo de los servicios que no han sido capaces de brindar en las áreas tan sensibles e importantes como la educación, la salud, el transporte, la agricultura, entre otras.

Gobiernos menos poderosos e interventores ayudarían a atenuar además las ambiciones políticas. Menos gente estaría dispuesta a buscar su plena realización en el sector público. Y, naturalmente, descendería el número de patriotas y revolucionarios dispuestos a darlo todo por la nación y el bienestar colectivo de sus ciudadanos, lo que haría inmensamente feliz a buena parte de la población.

En las sociedades modernas el progreso, la estabilidad y el futuro, guardan estrecha relación con el número de estos patriotas en reserva. Se trata de una ecuación simple: a mayor progreso y tranquilidad menor número de éstos.