Hace años que me da vueltas en la cabeza la idea de escribir un libro sobre el deporte favorito de los dominicanos. No sobre la pelota, sino sobre una disciplina que se practica en pelota: la que tiene lugar en los moteles.

En realidad, en vez de escribir, debería decir compilar y pulir. Coleccionar episodios y anécdotas sobre el turismo de cabaña. Encontrar las palabras necesarias para recrear estos episodios con la mayor fidelidad posible (si es que cabe hablar de la fidelidad de actos que son frecuentemente de infidelidad), combinarlas de forma tal que el lector pueda reproducir las herméticas habitaciones de los moteles y todo lo que pasa entre sus paredes. Para ello me inspiraría en “La vida, instrucciones de empleo”, en la que Georges Perec describe magistralmente los apartamentos del imaginario edificio marcado con el número 11 de la imaginaria calle parisina de Simón-Crubellier, así como los que los han habitado a lo largo de muchas décadas. La única diferencia sería que los inquilinos de los moteles son reales.

Los protagonistas tendrían que ser obligatoriamente los dominicanos. Mis experiencias en los nichos no llenarían un telegrama. En cambio, hay compatriotas cuyas anécdotas llenarían varios volúmenes tan gruesos como los de la Enciclopedia Británica. A ellos solicito su colaboración. Enumero algunas anécdotas que ya he recogido, para mostrar el tipo de historias que podrían aportar los voluntarios.

  • En pleno fornicio, la amante dice al amante: “Muévete, muévete”. Él, creyendo que es la sed de placer que le da el origen de sus órdenes, se entrega de lleno a todo tipo de acrobacias. Su ego sufre un golpe mortal cuando ella le aclara que quería decir que se moviera de sitio, ya que a su lado caminaba una cacata.
  • Luego de una larga faena, el amante, hombre fornido donde los haya, pide por teléfono tres cervezas, dos para él y una para ella. Pocos minutos después, en vez de las frías, a los amantes les llega, a través del barrilito, la voz de un chino que les dice que están prohibido los tríos en la cabaña desde que dos diablas se compusieron para robarle el arma de reglamento a un capitán de la policía.
  • La amante contrariada pide por teléfono un vibrador, un dildo, un consolador, un plátano barahonero, un bate de beisbol del extranjero (de esos que dicen “Tony Armas, slugger”) o cualquier otro artefacto que haga el trabajo que no pudo hacer el amante quien, muerto de un jumo, se durmió sin siquiera llegar al prolegómeno.
  • El amante enyesado llama a un primo para que los vaya a buscar, a él y a su diabla, a los Moteles El Arco. La pierna rota le impide manejar, pero no coger. El primo pide a un buen amigo con quien conversaba en ese momento que lo acompañe en esa misión tan freudiana como samaritana.  En la “calle de los Locos” se meten, por error, en Moteles, del Cibao. Al percatarse de ello, salen en el mismo instante en que entra una pareja que los mira con picardía. El primo le dice al amigo, textualmente: “Viejo, si te preguntan que si somos maricones, di que sí, que nadie va a creer lo contrario”.
  • Luego del preludio reglamentario, llega el momento del mambo horizontal. Mientras el amante envaina su puñal rastrero en la vaina de la amante, ella pega un grito que llega al cielo. “Soy virgen”, dice ella. Y él, que ha llegado “hasta donde le dicen Cirilo”, le responde: “Caray, qué himen tan elástico”.
  • Mientras el amante se restriega todo el cuerpo con jabón de cuaba y se mete bajo la ducha para deshacerse de los restos de su traición, la amante, fresquecita y vestida, termina de ponerse una capa de pintalabios más gruesa de lo habitual. Pero, en lugar de mirarse los labios en el espejo, los planta con furia en la parte más visible de los calzoncillos de él, quien se los pone, dos minutos después, sin caer en ello. La amante piensa que no había mejor manera de declararle la guerra a la esposa, y vuelve a pintarse los labios desnudos, esta vez con menos pintalabios.

Seguramente los relatos de mis lectores serán mucho mejores que estos. Los invito pues a compartirlos. Sé que algunos serán reacios, pues la discreción es la naturaleza misma de los moteles. A estos les garantizo mi silencio absoluto y les aconsejo, si mi garantía no fuese suficiente, que hagan sus aportes bajo seudónimo (muchos de mis lectores lo hacen), me envíen un email o utilicen el viejo método de los que consultaban al Dr. Beras Goico en El Gordo de la Semana (“Esto no me pasó a mí, le pasó a un amigo mío, etcétera”).

Espero que sus contribuciones sean numerosas.