Los constreñimientos que impone la actualidad a todo columnista me impidieron continuar un debate iniciado a raíz de una crítica mía (http://hoy.com.do/constitucion-y-modelo-economico-2/) al artículo de Manuel Salazar en torno al modelo económico consagrado por la Constitución de 2010 (http://acento.com.do/2014/opinion/8154827-superar-el-modelo-dumping-y-su-constitucion/). Tarde pero seguro retomo el tema, esta vez para referirme a la respuesta de Salazar a mi crítica (http://acento.com.do/2014/opinion/8156367-modelo-dumping-y-constitucion/#). Los lectores me perdonaran mi insistencia pero lo cierto es que no podía desaprovechar esta gran oportunidad de discutir un tema de tal trascendencia para el Derecho Constitucional Económico, mucho menos con quien, sin duda alguna, es una de las cabezas mejor montadas de la izquierda y del liderazgo político nacional.
La tesis de Salazar es básicamente la siguiente: la Constitución de 2010 es la Carta Sustantiva del Consenso de Washington, de la “destrucción de lo público”, del “predominio del mercado”, de un Estado de Derecho que, en esencia, no es más que “el de la seguridad jurídica para ya lo privatizado”, el de la garantía de “las inversiones y los contratos en ese contexto”. Para el Secretario General del Partido Comunista del Trabajo, la Constitución de 2010 viene a concretar la receta neoliberal, es decir, las reformas institucionales que los economistas “neoinstitucionalistas” comenzaron a propugnar desde los 80, cuando se abandona el dogma de Milton Friedman de que las instituciones no repercuten en la economía y se comienza a tomar en serio las reformas, siempre y cuando estas propendan al aumento de la eficiencia económica y del crecimiento económico.
¿Es cierto que la Constitución de 2010 es la Ley Fundamental del neoliberalismo, del capitalismo salvaje, de la insaciable hambre privatizadora, y del Estado “garante jurídico y político de ese hecho” como afirma Salazar? ¿Garantiza la Constitución vigente solo a los derechos de propiedad, los cuales se aplican con los “policías, militares, cárceles [destinados] a ese fin”? ¿Son los derechos sociales, económicos y culturales que consagra el texto constitucional “simple pedazo de papel” como afirmaba Ferdinand Lasalle hace más de un siglo, refiriéndose al escaso sino nulo valor vinculante de las Constituciones de su época?
Las respuestas a estas interrogantes son obvias. El constituyente dominicano ha optado claramente por un sistema de economía social de mercado, basado en los dos pilares del capitalismo (la propiedad privada y la libertad de empresa) y articulado alrededor de un Estado Social y Democrático de Derecho (artículo 7), con posibilidad de intervenir en la economía no solo para corregir las fallas del mercado y promover la libre competencia, sino también para alcanzar los fines hacia los cuales se orienta el régimen económico: desarrollo humano, fundamentado “en el crecimiento económico, la redistribución de la riqueza, la justicia social, la equidad, la cohesión social y territorial y la sostenibilidad ambiental, en un marco de libre competencia, igualdad de oportunidades, responsabilidad social, participación y solidaridad” (artículo 217).
El Estado que quiere y manda la Constitución de 2010 no es, en consecuencia, el Estado liberal a la Adam Schmitt que se abstiene de intervenir en la economía ni tampoco el Estado interventor populista que anula a las empresas privadas y asume un rol de mega empresario. Se trata, por el contrario, de un Estado regulador y garante, que promueve la libre competencia de los agentes económico privados, pero que, al mismo tiempo, tutela los derechos sociales a la salud, a la educación, a la seguridad social de todos. Es cierto que se trata de un Estado que solo puede actuar empresarialmente allí donde el sector privado no es eficiente (principio de subsidiariedad) pero no menos cierto es que, en todo momento, debe garantizar servicios públicos universales y de calidad, ya sea prestados directamente por él o en asociación con el sector privado.
Salazar dirá que este Estado propugnado por la Constitución de 2010 no existe en la realidad, que es una ficción como diría Juan Isidro Jimenes Grullón. Pero ya esa no es una cuestión jurídica sino sociológica. Que la facticidad no se comporte como exige la normatividad no conduce a que la norma sea invalida. En realidad, la gran tarea política es que la norma constitucional se vuelva normalidad, que la Constitución de papel se transforme en Constitución viviente y efectiva. Precisamente, lo que caracteriza al nuevo constitucionalismo y al nuevo Derecho Constitucional es el diseño e implementación de todo un arsenal de armas jurídico-procesales tendentes a cerrar la brecha entre el ser y el deber ser constitucional, tales como la exigibilidad jurisdiccional de los derechos sociales, el principio de no retroceso social, la inconstitucionalidad por omisión, el amparo de cumplimiento, la doctrina del estado de cosas inconstitucional, el principio de la tutela judicial diferenciada, la tutela de los derechos e intereses colectivos y difusos, los presupuestos participativos, el control de convencionalidad y el acceso a la información pública como garantía de los derechos. De ese modo se garantiza la efectividad no de una Constitución para burgueses como piensan algunos, sino de una verdadera Constitución social para la lucha contra la pobreza y a favor de la igualdad, la solidaridad, la democracia y la justicia social.