Creo que quedamos unos cuantos que rememoramos, aunque no lo hayamos vivido en todo el sentido, esos famosos  años sesenta del siglo pasado y aquellos conciertos cuya preparación acaparaba los esfuerzos e invadía los sueños de la juventud. Era el ir y venir de autores con sus canciones impacientes por hacerse realidad completa en los acordes de alguna guitarra tratando de recoger en sus arpegios las lágrimas y dolor de un pueblo atribulado por los excesos del autoritarismo y que la crítica llamó canto de protesta o social.

Cada día se producía el estreno de una libreta nueva para anotar las letras que provocaran la sensación de sentirse incapaz de perder la ilusión. Era el canto valiente y atrevido que nos acostumbró a reservar en el calendario íntimo los deseos de una patria libre, democrática, sin dictadura ni represiones.

La juventud de mi generación no había nacido pero crecimos escuchando esas canciones y sus historias como cosa natural en una época donde ya desaparecían o entraban en crisis los ideales, seguíamos escuchando esas canciones que la radio se encargaba con temor de lanzar al viento y que acompañaban el espíritu contestatario de la época en el diario vivir.

Pero cada época tiene sus cosas y sus cantos. Tal parece que las luchas revolucionarias no fueron suficientes y fue perdiéndose la fe en estas.

En el período de inicios de los años noventa llegan los desencantos, los desengaños, la evaluación de las luchas pasadas y al contrastarse con la situación social del momento la gente comenzó a darlas por perdidas.

En este período comienza a surgir una sociedad conformista, una juventud que decía “para qué sirvieron las luchas, quizás es mejor no hacerlas y dedicarnos a la generación de ingresos económicos pues eso es lo que importa”.

Ahora nos encontramos con una juventud totalmente diferente: sin personalidad, sin compromiso social, temerosos de las relaciones y de las cosas serias, que gira como veleta “siempre guiada por el viento”, actúa de acuerdo a la coyuntura social actual (modas, música, bailes).

Y de esta manera se fue banalizando lo juvenil, se vació de sentido, se aprovechó el desencanto de las luchas para hacernos creer que perdimos el tiempo, que de nada sirve luchar porque las cosas seguirán igual.

Es la generación del dembow y el mambo con letras ofensivas a las mujeres, con modas importadas y una juventud sin crítica ni reflexión donde tienen éxito quienes menos sentido incluyan en sus letras.

Quizás esas canciones de protesta o social nunca pierdan el encanto en quienes vemos en ellas la oportunidad de situarlas para siempre en el paisaje emocional de los ideales. Canciones que nos enseñan a ver desde lo más profundo de sus letras que siempre hay algo por qué o por quién luchar.

Hoy, la música es una industria donde cada artista que sale a escena busca hechizar al público en base al gozo y nada más y aquellas canciones que invitaban a la acción social más que al sexo y la violencia han sido sustituidas porque la desmemoria inducida las ha sepultado.

Así desaparecieron aquellas canciones que nos incitaban a pedir prestado un “color para pintar la vida” que sólo tiene sitio en nuestra paleta única y aparecieron las que nos desmotivan a seguir pintando sueños y para que no se tilde de absolutismo esta afirmación soy capaz de reconocer que “con algunas excepciones”.

Gracias a Dios que una nueva juventud está naciendo para endulzarnos el paladar a quienes creemos que otro país es posible.