Nunca llegará. El progreso que prometen los funcionarios, que codifican los legisladores, que protegen los militares, que reclaman los opositores,  que predicen los periodistas, que  suplican al Altísimo los obispos; el progreso que tanto anhelan, en suma, los dominicanos, ese progreso  no llegará.

Cuando el Yaque no sea  más que una rambla polvorienta, cuando el Ozama sólo exista en la memoria de los viejos, cuando el Yuna haya sido vendido por parcelas para construir barrios de hojalata, los únicos ríos que correrán serán los de tinta, anunciando con bombos y platillos  la llegada del progreso.

Esa vaga idea de modernidad forma parte de la imaginación popular, del subconsciente colectivo  tanto como las ciguapas, los galipotes, los pelos de sapo y las muelas de garza. Pero a diferencia de estos mitos, el progreso se considera con la mayor de las solemnidades y se analiza con la mayor de las ciencias.

Y no llegará, porque del actual estado de cosas todos sacamos provecho.

Este desorden progresivo facilita a los funcionarios una mina de promesas vacuas, un poder sin contrapesos y unas ambiciones que ninguna fortuna es capaz de saciar.

Esta anarquía sin parangón constituye un caldo de cultivo idóneo para que senadores y diputados, síndicos y regidores coleccionen maletines, maletas, bateas, árganas,  camionetas, volteos de dinero a cambio de leyes que nadie aplica y para nada sirven, para que descuarticen un país con más provincias que valores y que nombren buitres que en el extranjero confirmen la leyenda negra de la república bananera.

Este desbarajuste  garantiza a los militares el derecho al picoteo y a los tumbes, la afición  a jugar a los ladrones y al tiro al negro y la admiración de sus queridas.

De este caos saca la oposición millones de pesos del erario público mientras espera, cogiéndolo suave, que ideologías de tan alto vuelo como “ e’ pa’ fuera que van”, “entren to’, coño”, “lo que diga Balaguer”, provoquen el natural relevo en el ejercicio del poder, mejor conocido como “quítate tú pa’ ponerme yo”.

De este pandemónium obtiene la iglesia la oportunidad de ser imprescindible, de obtener jugosas subvenciones, de estar en todo menos en misa y, en tedeums y homilías, de meter la cuchara en todo.

La presente confusión asegura a la bocinas cheques por la izquierda, botellas de Protos, viajes al extranjero y el honor de tratar a presidentes, senadores, diputados, obispos, generales y empresarios, de tú a tú como panas full de long time, sin necesidad de romperse las meninges respetando las reglas del idioma de Cervantes.

Hasta el pueblo saca de este rebú su tajada: la fiesta de las elecciones, las caravanas y los bandereos, las funditas, las neveras, los salamis; el robo de la luz, de los semáforos en rojo y la evasión de los impuestos; las botellas, las nominillas y las tarjetas.

Naturalmente, todavía hay funcionarios, legisladores, opositores, militares, periodistas, religiosos y dominicanos buenos. Pero son cada vez menos. Naturalmente, el pueblo es mucho más íntegro que las autoridades que lo gobiernan. Pero comete el gran pecado de vivir cabizbajo ante ellas.

Esta grave crisis, producto del individualismo y de la falta de fe en este proyecto de vida común que llamamos Quisqueya, sólo puede revertirse si tomamos conciencia de que ningún premio se consigue en la vida sin sacrificios, de que la otra cara de un derecho es un deber.

El progreso de nuestra patria sólo será posible cuando se prometa, se codifique, se proteja, se reclame, se prediga, se suplique y se anhele también de la boca para adentro.