No es cierto que Israel  sea opuesto a un Estado palestino. Esa es una de las tantas falsedades que impiden un análisis objetivo del prolongado y cruento conflicto que estremece esa zona, a la que la mayoría de los seres humanos, cristianos, musulmanes y judíos, estamos espiritualmente ligados. Entre judíos y palestinos existen más vínculos y afinidades que entre palestinos y cualquiera otra nación árabe.

Los orígenes del conflicto se diluyen en el tiempo, es cierto, pero algunos no son tan remotos como se piensa. A la salida de las fuerzas de ocupación británica en mayo de 1948, en cumplimiento de la resolución de Naciones Unidas que aprobó la partición de Palestina para integrar allí dos naciones, una judía y otra árabe palestina, ambos pueblos tuvieron la oportunidad de convertirse en estados soberanos. Sólo los judíos hicieron realidad su sueño. Al intentar abortar el empeño nacional israelí, los ejércitos árabes vecinas que invadieron el territorio asignado a los judíos, impidieron con su acción que los palestinos pudieran convertirse en una nación, como merecen. Se trata de uno de los pueblos más creativos, con un enorme potencial. Miles de vidas, de ambas partes en el conflicto, han sido sacrificadas a lo largo de esos últimos 58 años.

Sus causas no son tan sencillas como se las pretende. No se trata sólo de que los palestinos tengan su propio Estado, al cual tienen pleno derecho, sino de la negativa de algunos gobiernos de la región a aceptar el derecho de los judíos a tener el suyo.

Israel ha podido convivir con antiguos adversarios—Egipto y Jordania— a partir del momento en que les reconocieron ese derecho. El día en que palestinos y judíos se den la mano y acuerden sepultar sus diferencias, lo que espero no esté muy lejos, ambos pueblos, nacidos al inicio de la historia, podrán vivir y progresar en perfecta armonía, uno del lado del otro.