“En este país no hay un coronel que se case con la gloria.” Frase popular

La idea de Marx sobre el devenir de la historia es la lucha de clases como expresión en la sociedad de la lucha de contrarios, su dialéctica. Por un lado el desarrollo de las fuerzas productivas, la capacidad de una sociedad para producir bienes, y por otro las relaciones sociales de producción, relaciones de explotación y expropiación, ambas llevan caminos disjuntos. La capacidad de producir aumenta vertiginosamente, algo que podemos apreciar fácilmente en la etapa actual de capitalismo corporativista, a la vez que la riqueza y el ingreso se concentran en una cúspide muy pequeña de la pirámide social, a nivel del mundo y de los países específicos. Según la dialéctica histórica de Marx, llegados a un punto estas contradicciones son insalvables, el sistema no puede continuar. Es el punto de inflexión donde la acumulación cuantitativa se convierte en cambio cualitativo. Debe nacer una nueva sociedad. ¿Dónde, cómo cuándo?, son todavía preguntas que provocan gran debate.

Los marxistas más ortodoxos plantean que el derrumbe sobrevendrá resultado de la caída en la tasa de ganancia, tal como inicialmente predijo Marx. Otros postulan que el origen del cambio será político, que un capitalismo salvaje genera problemas de exclusión y marginalidad que lo obliga a medidas reformistas. Sin embargo, la causa no será la disminución en la tasa de ganancia, que siempre se puede mantener aceptablemente alta. En cualquier caso, el combustible de la historia es la lucha de clases, la oposición entre propietarios y desposeídos por la distribución del producto social que están obligados a producir o, mejor, que promueve la clase capitalista para su enriquecimiento material. Tenemos, pues, una teoría de la historia, una teoría de la historia en que las clases sociales definidas en función de la propiedad de los medios productivos son las protagonistas.

La teoría opuesta, coincidencialmente evocada recientemente por Tony Raful en su libro más reciente que subtitula “Del Azar como Categoría Histórica”, plantea que no hay en la historia destino ni dirección predefinida ni predeterminada. Todo depende, es un juego de actores, poder e intereses de todo tipo que, según las fuerzas resultantes van jalando y empujando la sociedad hacia un lado o hacia otro. Somos bolas sobre una mesa de billar. Ante el empuje de otra, rodamos y chocamos a otra más, y ésta a su vez a otra o a otras muchas. Al final, el reposo, la quietud. El movimiento dura según la fuerza del impulso inicial. Tras el reposo, un nuevo movimiento. De nuevo, a chocar unas con otras, de un lado para otro. Se dirá que en el billar hay una regla, un propósito, digamos que meter las bolas en las buchacas. Lo mismo en esta teoría hay propósitos y procedimientos, pero momentáneos, de corto plazo. No alcanzan para describir una trayectoria. Pueden ser igualmente que una clase busque riqueza, conquistar otro país por una cuestión de materias primas o por ganar una posición estratégica en materia de defensa. Igual lograr una sociedad más igualitaria, más “justa”, preservar la naturaleza. Todo depende de las fuerzas relativas que acumulen los agentes. El propósito más extraño y excéntrico puede constituirse en motivo de vida: el orgullo, la vanidad. En cualquier caso, no hay leyes ni tendencias que se impongan “con férrea necesidad”, leyes inviolables e inevitables como sucede en el materialismo histórico. Eugene Von Hayek (1899-1992), un economista ultra liberal, justifica esta indefinición del discurrir histórico en cuanto expresión del hombre libre. Es decir, el hombre auténticamente libre no puede saber a ciencia cierta dónde estará y qué será mañana, su libertad implica necesariamente la ausencia de un plan exterior y rígido para su vida.

De alguna manera, todos pensamos que nos movemos en algún lugar entre los dos extremos. Si bien hay ciertas leyes históricas “inmutables” –que de seguro no sabríamos definir-, también es cierto que hay individuos “que hacen historia”, que marcan el rumbo y dirección en que se mueve una sociedad. Napoleón, por ejemplo, Lenin, Hitler. Más cerca de nosotros, Fidel. Más íntimamente, Trujillo. Individuos que se han montado sobre el corcel de la historia y lo han obligado a un lado o a otro según su particular visión del mundo. Hasta dónde llegan las leyes de la historia y hasta dónde la voluntad de los hombres extraordinarios siempre estará en discusión, lo que quiero resaltar es otra cosa.

Si estamos con las leyes de la historia, los nombres y apellidos son circunstanciales, resultados del azar y sin la menor importancia. Dice Marx: “Quien, como yo, concibe el desarrollo de la formación económica de la sociedad como un proceso histórico-natural, no puede hacer al individuo responsable de la existencia de relaciones de que él es solamente criatura, aunque subjetivamente se considere muy por encima de ellas.” Por el contrario, si nos quedamos con la teoría de los grandes personajes, pues a ellos debemos atribuir todas las virtudes y todos los defectos, no será coherente otorgar vicios al héroe y virtudes a la sociedad o a “las instituciones” porque entonces la idea se nos hace ininteligible. Las leyes de la historia o los grandes personajes, uno u otro, pero no uno aquí y otro allá, así no hace sentido.

En lo concreto, aquí y ahora, cantidad de analistas concentran en Leonel toda la responsabilidad de la crisis y los males que padecemos. Los culpables son Leonel y, si acaso, sus más cercanos colaboradores: los actuales ministros, los miembros del comité político del PLD, sus amigos más cercanos. Ellos son los genios del mal. Como el PLD está en el poder, los gobiernos del PRD salen del análisis, lo mismo que los demás partidos políticos. Lo más importante, el resto de la sociedad dominicana aparte de la clase política también quedan fuera: los industriales, los comerciantes, los agricultores, los inversionistas extranjeros, los obreros, los desempleados, las amas de casa, los periodistas. Es decir, Leonel –en que lo que se incluye como signo su círculo más íntimo- es el villano, ergo el resto somos héroes. Lo menos que se puede llamar a una concepción como ésta es conveniente y complaciente, convenientemente complaciente.

Mataron a Trujillo y el trujillismo como práctica política no anda muy lejos de como fue en la era. Pensar que un fenómeno social –la arbitrariedad, la impunidad, la corrupción- se acaba con la eliminación del líder o del representante formal es además de miope, ingenuo. Sucedió con la droga cuando mataron a Escobar: simplemente otros cabecillas ocuparon su lugar, y la cosa sigue igual que antes, business as usual. No niego el poder catártico que tienen las críticas y condenas contra Leonel, es poner un mural con su cara en el Parque Independencia. Todo mundo irá a tirarle piedras y así pensar que ya hizo, que ya está de este lado de los buenos. Conste que no abogo por ser condescendiente o diplomático, menos por exculpar a Leonel de la cuestión, pero siempre es su justo contexto y dimensión, como el Médici de una sociedad pasiva e indolente, torpe, aletargada, perezosa.

La ventaja práctica de la teoría del héroe es que a todos los demás nos quita todas las funciones y responsabilidades y nos relega al plano cómodo del crítico exigente. De ahí el epígrafe, que vuelva Caamaño, un Trujillo dicen algunos, o que baje la virgen de La Altagracia a resolvernos los problemas. Lo que no se nos ocurre es pensar cómo lo podemos hacer nosotros, en su defecto confesar que nos sentimos completamente incapaces y condenados. Entonces llega Fidel o Pinochet y se ponen a llorar, aquello del buen tirano es un cuento de Disney.