Mi madre se arrima por detrás, dice algo (medio la escucho, medio  comprendo). En el momento estoy  pegado al computador siguiendo los pormenores de un nuevo evento al que me debo y en el cual ando muy atrasado.  Por mera sumisión me detengo a escucharle, la dejo que consuma mi dos minutos de espacio; el apenas sentarme luego de las largas horas en alquiler. Ella con sus ojos mostrando el alma, consciente de que a mitad de mis cosas me ha vuelto a tomar de sorpresa, repite con suave fidelidad la frase lanzada momentos antes  -¡Me ha dado mucha pena lo de los niños!-

Por un instante me quedo observándola. Ella se explica en términos cristianos; cruza de una noticia a la otra  -Ese hombre debe de sentir mucha vergüenza. Le están voceando “ladrón” en todas partes. ¡Lo sacan por detrás en los restaurantes! Parece que se le va a caer la cara-.

Yo le observo mientras todo un vuelco de posibles respuestas pasan por mi mente (en algún sitio, alguna cueva escondida e ignorada, quizás en una zona donde ningún otro ser humano sea capaz de hundirse, los hombres como él pierden la vergüenza)  y es cuando zanjo con no expresar nada; descartando restarle razón a la caridad de sus juicios (ante el mendrugo de mis ojos, los cuales le miran sin prohibirle o cederle terreno a la pasión noticiera que le conozco, mi madre dice y menudea otras cosas;  luego de un rato se vuelve al aposento con sus novelas o rezos personales).

En tanto retorno a la silla,  cerrando mi correo electrónico, abriendo por igual una página en blanco en donde descargar lo que no quise decirle a mi madre; que de haber revolución, Leonel y demás bandidos deben de ser los primeros entre todos los muchos y otros, que hay que llevar amarrados al paredón de fusilamientos.