Los gallos pican duro y el griterío de la gente estremece los horcones de la gallera. La sangre de los perros despedazados, después de encarnizada pelea, chorrea por el suelo y los dueños se abrazan y sonríen. Los caballos compiten en tenaz y vertiginosa carrera, mientras los asistentes al espectáculo agitan sus sombreros de yarey. Gallos, perros y caballos, y el dinero como denominador común.

El empleo de animales para sacar provecho económico a través de las apuestas no es un asunto nuevo en Cuba. Tales prácticas se realizan desde la época colonial y algunas personas opinan que la tradición siempre termina imponiéndose. Salvo determinados y esporádicos obstáculos legales, nada impidió que el juego (con animales y monedas de por medio) creciera y ganara adeptos durante la República (1902-1958). Casi sesenta años de gobierno comunista tampoco han hecho la diferencia, aunque persisten las prohibiciones y la persecución oficial. Al menos, el miedo ronda en el ambiente.

En estos tiempos, las peleas de gallos son bastantes frecuentes y, por lo general, se efectúan en zonas campestres. Allí, entre la maleza y los cañaverales, aparece la gallera y el propietario pone los precios y cobra la entrada. Los fines de semana resultan los días más movidos y los apostadores llegan en manada. Van a pie, en camiones, o en automóviles de alquiler. O en cualquier cosa.

El pesaje de los gallos constituye el primer paso tras el arribo. Seguidamente se establecen los pareos, teniendo en cuenta el peso y la procedencia geográfica. Es usual que se evite el enfrentamiento de aves de un mismo pueblo o caserío. De esa manera, los apostadores quedan unidos o divididos, según sea el caso, por el lugar de origen y la contienda eleva su temperatura.

Las apuestas, con nombres y cantidad de dinero, quedan anotadas en una lista que recoge el dueño del gallo, pero hay quienes juegan «por fuera» y sin ningún tipo de compromisos. Algunos, incluso, participan en ambos bandos y esta situación sucede cuando creen que el gallo del grupo al que pertenecen tiene escasas posibilidades de ganar. Así evitan pérdidas innecesarias y nadie los acusa de traición.

En momentos específicos de la historia reciente, la policía organizó enormes redadas con el propósito de capturar a los apostadores y a los comerciantes que vendían sus productos en los exteriores de las galleras. Cuando se hacía público la presencia de los agentes del orden por los alrededores, el despelote era masivo. Al final, aquello parecía un campo de batalla desolado.

Ahora y por conveniencia, las autoridades se hacen los de la vista gorda y dejan espacio para la «diversión» de la gente. De todas formas, es mejor que el pueblo piense en lidias de gallos y no en otros temas. ¿Para qué complicarse con algo de tan poca importancia?

Las riñas de perros y las carreras de caballos (actividades menos populares), enfrentan inconvenientes parecidos a los de las peleas de gallos. Sin embargo, los entrenadores de perros de combate sufren el desprecio de la mayoría de los habitantes del país y el repudio de los medios de comunicación. Entretanto, los organizadores de las carreras de caballos pasan inadvertidos y, en ocasiones, reciben los elogios de buena parte de los cubanos de a pie.

En un país donde las leyes se oponen a los apostadores (dicen que el papel lo aguanta todo) y existe cierta conciencia ciudadana acerca del cuidado y protección de los animales, es inconcebible que ocurran hechos de este tipo. Aquí se evidencia despreocupación y abandono gubernamental, pues la mano blanda prevalece y los responsables de tanto abuso hacen y deshacen sin contratiempos. Si se toman medidas al respecto, el cuento termina con una pequeña multa y apretones de manos. Y las cosas siguen igual.

«Habrá que castigar a un pueblo entero», pensaran muchos. Y la cuestión no radica en reprimir solamente, sino también en educar. La familia, los medios de prensa, la escuela, y la comunidad, en coordinación con las autoridades, tienen la obligación de formar ciudadanos íntegros y poseedores de principios y valores morales. De lo contrario, el dinero, manchado con la sangre y el atropello de miles de animales, continuará engordando los bolsillos de un ejército de rufianes. Y los que callan o se cruzan de brazos, merecen el traje de cómplices. ¡Abajo el silencio entonces! Cuba exige más de sus hijos.