Más interesado ahora en el corrupto que en la corrupción, intento habitar la conciencia de quienes roban al fisco desde cargos públicos brincándose las leyes, a espaldas del daño público de sus acciones. Hago esfuerzos por entender qué transforma a un funcionario en delincuente.
A mi entender, la distorsión psíquica del corrupto se inicia desde la ambivalencia desgarradora entre el deber de servir al público y el de robarle a la vez. La misma dualidad que acompaña al predicador cristiano; quien luego de desgañitarse predicando humildad, recato, y moralidad, finaliza el día olvidándose de cada uno de los mandamientos y disfrutando del bienestar que le proporcionan las limosnas. ¿De qué manera se sostiene o se alivia ese conflicto interior? He ahí la cuestión.
Suponer que aquellos que adquieren fortuna desde el poder son unos psicópatas, igual que el “Chapo” y un asaltador de bancos, es erróneo. Sin embargo, afirmar que en la política y en los cuerpos de orden público se cuelan personalidades antisociales, cuya única finalidad es sacar ventajas personales, es correcto. El número de negociantes inescrupulosos, rateros, y criminales de todo tipo que tienden a buscar oportunidades insertándose en estamentos oficiales es mayor en el tercer mundo que en el primero. La historia puede confirmarlo.
No obstante, fijándonos cuidadosamente en los personajes que desde el Estado pasaron de pobres a millonario, no encontraríamos evidencia, salvo excepciones, de que llegaron a sus posiciones arrastrando expedientes criminales. Muchos incluso atacaron ferozmente la corrupción. Sin embargo, ahora cargan con un fardo tan grande de transgresiones que en cualquier nación civilizada estuviesen tras las rejas. ¿Cómo sucedió esa voltereta de valores que les convirtió en criminales de cuello blanco?
Si bien es verdad que los políticos que siempre tuvieron un carácter antisocial les bastó un ambiente de impunidad y el resguardo del poder para ejercer sus rapacerías, al resto les debió haber costado trabajo transformarse en forajidos. Dividirlo en dos grupos (quienes llegaron buenos y quienes llegaron malos) es artificial, pero necesario para comenzar a entender la mutación ocurrida en los primeros.
El cambio ocurre a manera de adoctrinamiento, una conversión como cualquier otra. Se inicia con una distorsión de las obligaciones del cargo y exagerando sus privilegios; incorporan en su conciencia el relativismo ético; niegan el carácter delictivo de sus tratativas; se perciben como invulnerables, y sienten la protección y tolerancia inequívoca de sus superiores. A esto, agreguemos esa tradicional lenidad de nuestra cultura con el delito de Estado, y la exhibición del enriquecimiento ilícito sin castigo entre compañeros y antecesores.
Es una atmósfera psicológica de “lavado cerebral”, el corrupto se convence de que actúa como es debido, y de que está por encima de la ley. Comisiones, chantaje, mercado de influencia, etc., llegan a ser entendidos como una rutina libre de pecado. Es una negación de límites, consecuencias, y transgresiones.
Asiste a esa deformación psicológica las presiones partidarias para beneficiarse de parte de lo robado, aumentando sus activos y facilitándoseles el vergonzoso gasto de las campañas políticas. La dinámica grupal que rige la cúpula gobernante conduce a bendecir la corrupción sin rango ni categoría.
Si a esta alienación, que diluye cualquier consideración ética, sumamos el desproporcionado incremento de estima propia y de poder desencadenado por los millones de dólares s acumulados, el cambio de personalidad es inevitable. Aquella ambivalencia original entre servirse a sí mismo y servir al ciudadano deja de generar culpabilidad y alivia la conciencia. Es entonces, cuando terminan convirtiéndose en auténticos antisociales, sin haberlo sido antes. El límite de sus acciones es determinado únicamente por ellos y el grupo al que pertenecen.
Así las cosas, no es difícil entender que nuestra república seguirá a merced de los corruptos, puesto que solamente un desmembramiento del fenómeno psicológico descrito podría iniciar el adecentamiento de la clase gobernante. Sometimientos, encarcelamientos, y una disminución sustancial de la influencia del dinero en las elecciones provocado por el rechazo popular, serían necesarios para sanear esta incipiente democracia. Pero, enfrentemos la realidad, esa renovacion de valores no se vislumbra por ahora.