En España, el uso del llamado lenguaje de género le ha dado un vuelco a la política. La diputada Irene Montero Gil, del grupo radical Podemos, encendió la mecha. En un acto público hace ya tres años informó acerca de una actividad de su grupo parlamentario con “portavoces y portavozas”. Como toda la comunidad política y los medios españoles entendieron que el dislate fue intencional y no fruto de su ignorancia, la señora Montero fue el centro de una discusión que envuelve todavía a especialistas sobre el buen y correcto uso del idioma español.
El tema no solo involucra a las feministas españolas. Por temor a calificativos como el de “machista”, el peor que hoy puede atribuirse a un político o a cualquier figura de prestigio a a nivel mundial, en nuestro país, por ejemplo, ya es usual que en todo discurso o pronunciamiento público se hable de “dominicanos y dominicanas”. Ya hemos leído sobre “hablantes y hablantas” y una acreditada universidad española, la de Navarra, editó en el 2016 un calendario dándole nombres femeninos a los meses del año (enera, febrera, marza, abrila, maya, junia, julia, agosta, septiembre, octubra, noviembra y diciembra), y no se trata de una broma.
En nuestra muy pronunciada tendencia a estar de moda, podría llegar el día, y no creo que esté lejano, en que los varones en esta profesión seamos periodistos y en vez de víctimas de una agresión los medios nos identifiquen como los víctimos. En la encrucijada de esta locura idiomática en que nos vemos envuelto, me aterra pensar que llegue la hora fatal en que llevemos este absurdo hasta el Himno Nacional, porque no veo la forma de poder cantar como lo hemos hecho siempre sus versos iniciales (Quisqueyanos y quisqueyanas valientes). Cuando alcancemos ese nivel y se nos imponga tan tremendo disparate tendríamos que apelar a un buen dicho mexicano: “¿Y ahora, cómo le hago?”