“Aunque el pecado, la mentira y la tentación habitan entre nosotros, no deja de haber en la tierra, en algún lugar, un hombre santo, un ser superior; al menos en ese hombre reside la verdad; al menos él conoce la verdad; así pues, la verdad no ha muerto en la tierra”. Fiódor Dostoyevski.

Imperfecta e insegura es la naturaleza que nos guía; errático y falto de voluntad el timón que ajusta a cartógrafo la ruta. Alto el oleaje y falaces las sirenas que susurran palabras bellas, pegados sus labios a nuestro oído. Y, aún a pesar de las dificultades, ahí seguimos llenando la vida de empeño, en busca quizá de un hombre santo y de esa única verdad que posiblemente no ha muerto. Un camino en el que estamos inmersos todos con mayor o menor acierto. Hoy de nuevo unas pocas líneas extraídas de mi cuaderno de bitácora, ese que trata de encauzar mi propio recorrido.

Es sabido que no siempre recibimos un pago justo a nuestros desvelos. La vida es en ocasiones arbitraria y tiende a mostrarse mezquina. En esos casos jamás devuelve intereses ni revierte en cuenta el capital invertido.

Toda mentira conduce, cruel e inexorablemente, a la ruptura de la frágil urdimbre, tejida en el tiempo con pequeñas certezas.

Aturden hasta la locura los labios de artificio llenos. Los maledicentes y los mentirosos que generan bulos; los husmias que meten su nariz en todo. Los que aprietan el puño y no sueltan moneda. Aquellos que niegan la evidencia palpable. Los que no levantan ni una voz que detenga delito. Los que tragan sapos venenosos sin rictus de amargura en la boca. La gente llena de prejuicios. Los ojos que miran al mundo voluntariamente ciegos.

Hay, en demasiadas ocasiones, una perversa y manifiesta deslealtad implícita en la mentira.

Es ensordecedor el ruido que provoca una reunión de egos.

Solo tú eres el responsable de cuidar tu bosque, de alimentar a los lobos que protegen tus pastos frente al rebaño de ovejas.

La verdadera inteligencia jamás se presume a sí misma. No es prodiga en ostentación gratuita ni alardes innecesarios.

Aún a riesgo de ser considerada pájaro de mal agüero, confieso que me cuesta depositar cierta dosis de confianza en mis iguales. Disculpen, no es mi intención molestar, es tan solo que a menudo esta entrega se ve defraudada. Como ven no albergo demasiadas esperanzas con respecto al ser humano.

Todo rasgo de humor es un acto de rebeldía, un desafío complejo y profundo ante la realidad circundante. Sólo los idiotas, aquellos que tienen una única e inequívoca lectura de las cosas, carecen de este sentido.

Lo confieso: me molestan los hechos banales y las bocas grandes que distorsionan su medida, las falsas apariencias, los oídos sordos, quienes cuentan la historia de una sola manera. Me ofende la piedra que lanza la mano escondida, los egos enfermos de mortal enfermedad, los vanidosos, los petulantes, los que no divisan ombligo diferente al suyo.

Debería ser de obligado cumplimiento el pensar y debatirlo todo hasta alcanzar la sabiduría infinita de reconocer que una vida sirve para tener muchas más preguntas que respuestas.

Cuánto dolor innecesario y cuán amarga se vuelve la existencia al lado del cobarde. Devastadores sus efectos en el corazón que espera confiado.

No eres tú quién tasa el daño que causan tus desmanes. Es el dolor ajeno quien fija en el parquet el precio de tu afrenta.

Nadie como uno mismo para ser a la vez el más rendido enamorado y el crítico más feroz. Es preciso guardar el equilibrio entre ambas formas de cortejo delante del espejo.

Lo realmente terrible de la mentira es su capacidad destructora, su infalible poder para aniquilar toda inocencia.

No es la lisonja gratuita la que que te acerca al sueño que alojas. Desconfiemos de las palabras huecas que se dicen en voz alta, casi siempre su andamiaje es puro cartón piedra. Vano artificio.

Ufanarse de los dones que la naturaleza te ha ofrecido solo te hace más pequeño y miserable frente a aquellos que tuvieron menos fortuna que tú en el reparto.

La belleza despiadada, despojada de toda humanidad, puede resultar monstruosa e imposible de mirar a los ojos.

La auténtica generosidad pacta voto de silencio.

Cercenar esperanzas como quien corta flores. Depositar sus tallos en un jarrón. Contemplar el lento languidecer de su exultante belleza hasta el estertor final.

Nunca se es demasiado loco, demasiado pobre ni demasiado viejo para iniciar el camino y perseguir una quimera.