Ir a la casa de mi amiga Luchy significa no salir con las manos vacías, costumbre adquirida de su madre Doña Cunda. En estos días pasó mi hijo mayor por su casa a buscar algo que ella le tenía a mi mamá, pero también me envió unas cuantas cosas a mí. Los chocolates y galleticas sin azúcar, una raqueta que ha sido la entretención de mis nietos que sirve para matar mosquitos y que hace un chasquido cada vez que queda uno atrapado, y un libro.
Cuando vi el libro quedé fascinada aunque no era desconocido por mí ya que seguía casi con devoción las “Cartas a Don Rafael” que escribía Doña Lourdes en el Listín Diario. Solo pude llamarla y decirle que me había enviado una joya invaluable.
El domingo puse mi silla haragán favorita, la que tengo junto al teléfono, en la puerta de mi casa en donde la luz natural me permite leer a mis anchas. A lo lejos escuchaba a Charles Aznavour cantar Venecia sin ti, marco perfecto para acunar la melancolía, la tristeza.
Fue un momento casi celestial ya que pude transportarme a cuando estudiaba secretariado en el Instituto Gregg. Doña Lourdes era mi profesora de gramática. Aunque provenía de uno de los mejores colegios del país cuya enseñanza no era cuestionable, tenía una muy buena ortografía, gracias primero a la lectura inculcada en mi hogar por mis padres y luego por las profesoras que me tocaron en el colegio: Doña Elsa Grullón, Sor Saturnina y Doña Estela Brache, (Doña Bitín). Aún así hoy puedo asegurar que con Doña Lourdes culminé todo lo que se debía saber sobre ortografía. Me aprendí todas las reglas gramaticales. Disfrutaba buscar además sinónimos, antónimos, palabras homónimas, etc. en fin, Doña Lourdes fue la inspiración para no cometer errores, no solo al escribir, sino también al hablar.
Las clases de Doña Lourdes nunca eran aburridas. Había que ver la gracia con la que las impartía. Disfrutaba la enseñanza, vivía la gramática. La redacción. La dicción. Tener a Doña Lourdes de maestra fue un privilegio.
Cuando estudiaba magisterio en la UASD, entre otros, tuve dos grandes maestras, Doña Ivelisse Prats Ramírez de Pérez y Doña Zoraida Heredia, tan fascinantes como mi querida maestra del Gregg.
¡Qué privilegiada fui al poder recibir clases de tan grandes maestras!
Al escuchar a Aznavour, mi nostalgia no pudo ser mayor, porque en la década de los setenta, en plena juventud en la que se está enamorada, en la que se tienen amores imposibles, en la que existe hasta el amor platónico, no es necesario ir a Venecia para sentir la tristeza por la ausencia de alguien que no está, en un malecón, en unos acantilados lejanos, en unas murallas centenarias, en un restaurant al estilo colonial.
Doña Lourdes Camilo de Cuello, con la lectura de sus cartas y Charles Aznavour me hicieron vivir tiempos pasados en que fui feliz, que se fueron y que nunca volverán.