Aunque convenció al mundo de haber padecido terrorismo, Estados Unidos fue derrotado el martes 11 de septiembre de 2001 en un lapso de apenas 5 horas mediante una cadena de hechos guerreros que en su conjunto constituyeron una acción brutal, precisa y estratégica, como si el Dios de la guerra hubiera iluminado y guiado a sus ordenadores y ejecutores para aleccionar a una nación enciclopédica en varios volúmenes de vocación democrática que a la par se retroalimenta con la guerra. Su segunda gran derrota luego de la de Vietnam.

El centro hegemónico del imperio político, económico y militar fue sorprendido y derrotado por un ataque demoledor extraordinario aquel martes que sembró la confusión dentro y fuera de su territorio; que desconcertó e invalidó en un tris a todo su sistema de espionaje, seguridad y prevención. Lo ejecutó un atacante difuso, que partió del principio de “agarrarse del cinturón del enemigo” y que le aplicó la vieja técnica del Kung-fu de aprovechar la fuerza y el impulso del contrario en su propio territorio.

De 20 a 30 hombres del Medio Oriente, liderados por Osama bin Laden, de 44 años de edad para esa vez, se entrenaron a la callada durante meses, absolutamente conscientes de que iban a matar e iban a morir. Destruirían objetivos comerciales y militares, valga decir para el caso: un objetivo militar supremo y medular, dos objetivos comerciales mayúsculos; y después se encaminarían a destruir un objetivo político supremo: La Casa Blanca.

Ellos lograron, con dos enormes aviones estadounidenses comerciales de pasajeros, no solo destruir a las Torres Gemelas per se y matar más de 4 mil civiles allí, sino pulverizar el Centro Mundial de Negocios con sus ocupantes que operaban en las dos torres de casi un kilómetro de rascacielos –al sumar sus alturas- que a la vez simbolizaban y representaban parte importante de la supremacía comercial y financiero del imperio.

Cuando un tercer avión enorme se abalanzó sobre el Pentágono, símbolo de la supremacía militar universal, el objetivo era destruir ese blanco militar. Echaron abajo más de la tercera parte de la edificación tenida como orgullosa fortaleza inexpugnable del alto mando militar del imperio, y allí mataron a 13 generales e hirieron a otros, y eliminaron más de 150 de sus asistentes.

El cuarto avión comercial convencional de pasajeros fue derribado antes de alcanzar el objetivo: estrellarlo contra la simbología de la dirección política y militar universal, La Casa Blanca, el centro, inicio y final de las medidas político-militares del imperio.

Si a aquellos guerreros estratégicos desquiciados, fanáticos religiosos, los hubiera movido sólo “la envidia, la maldad y el odio”, como dijera George W. Busch, o sólo el terror por el terror -argumento validado hasta estos días- les habría bastado con estrellar los cuatro aviones contra cuatro puntos de aglomeraciones humanas en el centro de Nueva York. Probablemente los muertos habrían sumado decenas de miles.

Así como las dos bombas atómicas lanzadas por Estados Unidos a Hiroshima y Nagasaki en 1945 provocaron la muerte de centenares de miles de civiles –sólo tomaron en cuenta su objetivo de rendir al enemigo y ganar la guerra-, los más de 4 mil civiles muertos de las Torres Gemelas fueron víctimas de un ataque guerrero peculiar que ignoró su neutralidad.

Aquellos ataques concentrados inmisericordes distaron mucho de constituir actos de terrorismo puro y simple. Esos ataques constituyeron, a juicio de sus protagonistas, hechos bélicos colaterales en respuesta a los actos de guerra que los Estados Unidos habían protagonizado en el Medio Oriente, a lo que se unía, como hoy, su respaldo a los genocidas israelíes.

Esos fanáticos religiosos guerreros demostraron –una vez más- que todo gran poder tiene mucho de hueco y falso y que es altamente vulnerable a imponderables que a la vez tengan características de imprevistos.

El momentum del ataque histórico encajó perfectamente en la imagen lánguida de la cumbre del poder político estadounidense encarnado por un Presidente casi fraudulento, W. Bush, y, por lo tanto, de moral política minimizada –calificado irreverentemente por Fidel Castro como “bruto y mafioso”- que hasta ese día asumía posiciones provocadoras y/o agresivas sin ver o sin saber que las recetas viejas no daban los mismos resultados en el mundo diferente que los propios Estados Unidos habían propiciado.

Esos fanáticos dieron una lección. Y cambiaron para mal a los Estados Unidos y al mundo…