Que a estas alturas del tercer milenio el país se divida en una discusión sobre prohibir o no el castigo físico a los hijos como forma de disciplinarles es realmente preocupante.

El argumento de quienes afirman que recibieron chancletazos, correazos o pescozones y no están traumatizados por ello, no es justificación. Un vistazo a los medios de comunicación da cuenta de la diversidad con que se manifiesta la conducta violenta entre adultos y jóvenes, posiblemente a consecuencia del aprendizaje temprano como víctimas de maltrato.

El castigo físico en República Dominicana puede ser muy variado, va desde los halones de orejas, chancletazos, correazos -especialmente saliendo de la ducha, porque se sienten más en el cuerpo mojado-. También los pescozones, hincadas sobre guayo a pleno sol y con los brazos en cruz o con una piedra en la cabeza, hasta golpizas, empujones, torceduras de brazos, quemaduras con planchas y otras agresiones. Quienes trabajan en las emergencias de los hospitales, ya sospecharán que muchas de esas lesiones explicadas como “accidentes”, son en realidad agresiones “correctivas” hacia niños, niñas y adolescentes.

Pero el castigo físico no solo produce lesiones y heridas en el cuerpo, las heridas emocionales son peores. La humillación, la desvalorización del ser, la pérdida de autoestima, el deterioro del autoconcepto y el desarrollo de un apego inseguro les pone en situación de mayor vulnerabilidad. De esa manera, una niña o adolescente que reciba acciones “disciplinarias” basadas en el castigo físico, será más propensa a aceptar el maltrato y las agresiones de su futura pareja; y los varones aprenderán a resolver sus diferencias y someter a la pareja con violencia y maltrato físico también.  Vale recordar que la primera forma de aprendizaje que tenemos los seres humanos es la imitación; y es muy probable que la víctima de maltrato y abuso físico se convierta fácilmente en agresor; sumiéndolos en un círculo donde agresores y víctimas alternan roles.

Necesitamos ciudadanos capaces de convivir en armonía entre familiares, vecinos, pares y compañeros de trabajo; esas bases se instalan desde la infancia con el respeto y el amor recibido de los propios progenitores. Esto constituye un factor de protección importante para detener cualquier intento de agresión en las relaciones interpersonales.

Se haría un mejor servicio asignando recursos para la prevención de violencia y promoción de una cultura de paz en las comunidades del país; educando a las parejas jóvenes, a madres adolescentes y a madres solteras en métodos y estilos de crianza, que permitan romper arcaicos patrones de parentalidad basados en el castigo físico y otros excesos, y en su lugar establecer consecuencias lógicas y naturales a la conducta indeseada de los hijos, desde una postura educativa, compresiva y sobre todo que no ponga en dudas el amor de los padres hacia ellos.

De esa manera se contribuye a despertar conciencia para fomentar relaciones interpersonales en un marco de respeto mutuo, de responsabilidad, con capacidad para el perdón y la reparación de daños.