Uno de los debates más feroces es el que enfrenta a defensores y detractores del celibato de los curas. Como en toda polémica política, filosófica o religiosa, en este debate nunca podrá determinarse quiénes son los dueños de la verdad. Esto no impide que cada uno elija su campo y enumere las razones que motivan su elección. Personalmente, estoy opuesto al celibato. Su eliminación conllevaría numerosas ventajas y eliminaría no menos inconvenientes.
Antes de pasar a su enumeración, es bueno señalar que el celibato no se basa en ningún precepto de la Biblia, ni en el Nuevo ni en el Antiguo Testamento. Durante los primeros siglos del cristianismo, el matrimonio de los curas fue la regla. Luego, la visión de teólogos como san Agustín y Orígenes impuso el celibato. Hasta el día de hoy. Hay quien alega razones religiosas, pero, al parecer, sus razones son más bien prácticas. Las hay altruistas, como la que pretende que el matrimonio limitaría la capacidad de los curas para ocuparse de su grey. Las hay también más prosaicas, como la de impedir que la potencial descendencia de los curas disputara a la Iglesia sus cuantiosas propiedades.
La principal ventaja de la eliminación del celibato obligatorio de los curas sería la de impedir que el sacerdocio siga siendo refugio para los individuos perversos. En efecto, el celibato es usado como escondite o pantalla de individuos cuya perversión impide una sexualidad sana, es decir, una sexualidad, hetero u homosexual, que se practique libremente entre adultos. El celibato elimina las sospechas relacionadas con la soltería en una sociedad como la nuestra, donde el matrimonio (o el amancebamiento) es la norma social aceptada.
Otra ventaja sería la de apartar los pedófilos de sus víctimas. En efecto, confiar la educación de los niños a curas pedófilos es tan insensato como confiar un incendio a una brigada de bomberos pirómanos. Lamentablemente, los pedófilos no están marcados en la cara como Caín, y cuando se descubren sus macabras tendencias es demasiado tarde.
Con el fin del celibato obligatorio de los curas, la iglesia resolvería la penuria de vocaciones que amenaza su existencia. El celibato atrae a muchos perversos y también espanta a hombres virtuosos que se niegan a desobedecer un mandamiento fundamental: el de crecer y multiplicarse. El celibato es un anacronismo que, tarde o temprano, tendrá que desaparecer. El mismo no existe ni en la iglesia ortodoxa, ni en la anglicana ni en la protestante. El celibato no tiene, sencillamente, razón de ser.
Nada tengo en contra de los curas que violan abierta y responsablemente el voto de castidad: es legítimo violar una ley injusta. Admiro al padre Pin, quien declaró a sus tres hijos por ante el oficial civil. Sí denuncio la doblez y la falta de integridad. Sí denuncio a los curas hipócritas que andan a Dios rogando y con el cazzo dando. A monseñor Meriño, que nunca asumió la paternidad de los hijos que dejó. Y a tantos otros que fundaron familias a las que a veces inventaron apellidos para apartar de ellos toda sospecha.
Recuerdo que el doctor José de Jesús Jiménez Almonte, feroz anticlerical y testigo convencido de la existencia de Dios, solía decir que a los curas había que castrarlos y, a fin de evitar que se implantaran nuevamente sus vergüenzas con intenciones inconfesables, machacarlas entre dos piedras y echárselas luego a los perros realengos. (Orígenes fue coherente y se castró él mismo).
Bromas aparte, coincido con Jiménez: o bien un cura de vocación está en desacuerdo con una convención ajena a la enseñanza del Cristo y la ignora públicamente, o está de acuerdo con ella y la cumple a rajatablas. Lo que denuncio es que haya curas que violen en privado lo que predican en público.
Esta cínica posición fue la que caracterizó los papados de los Borgia y de los Médicis, entre otros muchos. Cuentan que el español Alejandro VI hacía desviar las procesiones que encabezaba para “hacer yuca” a sus amantes, que, desde sus balcones, lo saludaban con lujuria.
Pero este cinismo no ha pasado de moda.
La inspiración de este artículo la he buscado en las recientes acusaciones y negaciones de la existencia de un hijo del cardenal López Rodríguez. Unos esgrimen fotos del cardenal con su supuesto vástago y con su madre; otros, certificados de la oficialía civil que atestiguan que el cardenal no tiene ningún hijo declarado. Argumento risible y sospechoso: un papel no puede sustituir a una prueba de paternidad; si pudiera, habría que concluir que Balaguer, por ejemplo, no tuvo hijos.
El que el cardenal tenga o no hijos sería completamente banal, si no fuera porque anduvo dando lecciones de moral a personas de absoluta integridad, como el exembajador Brewster, por ejemplo. Habrá quien argumente que un homosexual no puede ser considerado integro. Yo pienso que sí. Una persona íntegra es la que es entera y carece de fisuras, la que es ella misma en su vida privada y en su vida pública.
Pero por la verdad murió el Cristo. Hay que reconocer que a un cura perverso que abusa de niños tiernos e indefensos, es un millardo de veces preferible otro que no dude en regocijarse, aunque a lo calladito, con los deliciosos encantos de un cacho de hembra.