No soy quién para darle consejos a un Presidente y no es mi propósito hacerlo, por lo que de antemano me disculpo si incurro en un exceso. Los altos niveles de aceptación presidencial no reflejan la realidad. La economía apenas se mueve. La creciente informalidad en la actividad económica es una daga en el cuello de la frágil seguridad social y el virus que afecta a una parte importante de la población es indicio claro del colapso del sistema de salud pública.
En el fondo la tranquilidad reinante es el fruto de un sentimiento generalizado de frustración de gente que no ve perspectivas inmediatas y teme que una explosión las haga más difíciles. Es lo que observo y escucho cuando hablo con empresarios, profesionales y estudiantes. La gente siente que la prioridad oficial se centra en el tema de la construcción de escuelas en detrimento de otras áreas. No digo que ese sea el caso, sino lo que se percibe.
Algunas poblaciones sufren de un fuerte apagón de ánimo. Un ejemplo vivo es Bonao y toda la provincia Monseñor Nouel por la paralización temporal de la actividad minera que los diputados y senadores harán permanentes, sin tomar en cuenta su grave efecto social, añadiendo con ello un elemento más de desasosiego. No puedo imaginarme qué pasaría si todos esos empleos definitivamente se perdieran. Hay que reactivar la economía, ampliar los incentivos al sector privado para sacar al país de una parálisis que el buen momento presidencial no permite apreciar en toda su magnitud.
Como crítico del poder que siempre he sido con toda seguridad esta reflexión pase como una sombra sobre un muro. El Presidente sabe bien que voté en su contra y eso no ha cambiado, pero su gestión ha sido, a pesar de las limitaciones conocidas, un cambio de calidad y decencia frente a lo que había y lamentaría que se viera obligado a pagar deudas políticas ajenas, porque él cae bien y agrada a la gente.