El día de la proclamación de Danilo Medina, contemplaba a Leonel. Trataba de escrutar en sus gestos las emociones que se agolpaban en su interior. El acto, como tal, ofrecía pocos atractivos: un trámite convencional sin muchas sorpresas. El discursillo de Danilo, ajado e insulso, era un retazo retórico tejido con los clichés de la propaganda oficialista; el mismo que repiten sus leales como catecismo, confiados en la imbecilidad del pueblo.
Me crispaba un discurso plagado de datos genéricos, imprecisos e inflados. No me acostumbro al engaño ni al timo, menos al tono destemplado de Danilo, a sus erres sureñas, a su posada indefensión de “yo no fui”. Lo único que deseaba ver era el alzamiento de las manos de los dos jefes de la gran logia ante la aclamación delirante de la hipocresía. Grabé ese instante histórico: Leonel, con rostro ceñudo y arruinado, forzaba una sonrisa metálica; Danilo, con mirada refulgente, se esforzaba por disimular su euforia para no lastimar las heridas todavía sangrantes. Así terminó una historia de intrigas, perfidias y tramas. Aún queda la estela de resabios reprimidos y amarguras tragadas. Ahí estaban los dos colosos de la secta partidaria más poderosa y laureada de nuestra historia fingiendo unidad (de corcho).
Danilo y Leonel son hechuras de la misma historia política, pero con personalidades encontradas. A Leonel le obsesiona el poder y no lo encubre; es presumido, idealista, egocéntrico y débil por los halagos. Logró como presidente lo que nunca soñó como persona, por eso disfrutó hasta el hartazgo el poder, ese poder que le dio la fama inesperada, los recursos impensados y las relaciones jamás sospechadas; por eso le fastidiaba ocuparse del despacho menudo en un país pobre. Le ofuscaba lo que nunca imaginó vivir o tener: codearse con los grandes del poder y las finanzas mundiales, con las celebridades del jet set, presumir de intelectual y disfrutar la vida de hoteles, recepciones y caravanas. Sus carencias vivenciales quedaron suplidas hasta el desborde, por eso necesita el poder para vivir y hoy se siente como pez fuera del agua. Si embargo, Leonel no es un hombre de rencores ni de insidias, prefiere que otros tramen por él; disimula lúcidamente su tigueraje. Su pecado es su orgullo y su orgullo, su ambición. Tampoco se ocupa de sus adversarios, opta por ignorarlos; si puede, los compra, sin muchos arrojos y solo si los necesita.
Danilo Medina, en cambio, es la expresión del pragmatismo estratégico. Peligrosamente frío, analítico y metódico. Mide con precisión matemática las consecuencias políticas de sus actos. No deja nada al descubierto ni al azar. Destruyó a Leonel para que no quedaran ni las cenizas de su memoria. Empezó sutilmente con un estilo que pudiera negarlo y luego con una embestida siniestra. Lo agarró por los testículos con dos puños: Félix Bautista y Quirino. No los soltó hasta recibir la reforma constitucional que lo habilitara. Fue tan clara la trama, que logrado su objetivo, desapareció la dermatitis de su cara, se olvidó de Quirino y dejó el proceso de Félix Bautista a la suerte de Leonel. Los que creyeron en sus falsas intenciones moralizantes deben sentir el sonrojo de su ingenuidad. Bajo esa callada candidez se esconde un lobo. Lo que nunca hizo Leonel, a pesar de su ambición esquizofrénica de poder, lo logró él en apenas meses: tragarse un tiburón podrido ante el embrujo anestésico de los incautos. Fue tan patética la urdimbre que el “presidente bueno y sencillo” sintió el abochorno de su desfachatez con el acto más soberano de la deslealtad: jurar que no volvería a reelegirse en el 2020, un eructo apestoso para consolar a su adversario o para redimir su culpa, en la demencial convicción de que el poder le pertenece a su logia por la eternidad. Danilo no hará nada, absolutamente nada, por la ética pública. Es un avezado negociador de repartos. Se embolsilló parte de “la oposición” mercadeando los pedazos de un gobierno descuartizado como becerro en el matadero. Preside un gobierno de bagatelas, menudencias, regateos y choperías, donde cobran hasta las chapas y las siliconas. Danilo es políticamente lo que es porque lo merecemos: sin una oposición inteligente, creativa, estratégica ni determinada; absolutamente pálida, atomizada y dispersa, con candidaturas malas y añejas.
Danilo y Leonel, a pesar de sus rivalidades, son prisioneros de la misma suerte. Encarnan un modelo político degradado y consumido. Un nuevo periodo de Danilo borrará las huellas de Leonel. De perder, perderán los dos, porque la sociedad, por más entumecida que esté, no le permitirá a un gobierno de la oposición el borrón y cuenta nueva. Los intereses de los dos jefes se encuentran trenzados por la misma complicidad oscura que mantuvo al PRI mexicano casi un siglo en el poder. Era una industria mafiosa sustentada por los negocios del poder y acreditada por la impunidad. De manera que Danilo tendrá que jugársela sin contar con el desprestigio de Leonel, ese que él mismo alentó, y con el propio Leonel a su lado recordándole al electorado que, por más vueltas y vértigos, son caras de una misma moneda. Esa moneda que compró la democracia dominicana a precio de corrupción sin castigo.