“Entiendo que estos son tiempos desesperados, pero pienso que la comunidad médica y el público necesitan separar mejor el entusiasmo, de la evidencia; la fe, de los hechos. La esperanza es muy importante, pero la verdad es necesaria.” – Prinay Sinha
A falta de vacuna, antídoto. Ese parece ser el sentir de media humanidad en el fragor de esta pandemia, sobre todo cuando la conciencia sobre la fragilidad de su sistema sanitario infunde terror en la población. Desde hojas y raíces aparentemente inocuas hasta químicos evidentemente inapropiados para el consumo humano, la diversidad de sustancias utilizadas en el intento de curar el COVID-19 es asombrosa y preocupante.
A la espera de los primeros frutos de los 165 proyectos (26 de ellos en fase 3, de evaluación clínica) para desarrollar una vacuna contra el COVID-19, que la Organización Mundial de la Salud detalla en su portal al 30 de julio 2020, nos hemos lanzado a la búsqueda frenética de antídotos y purgantes, curas milagrosas para contrarrestar el avance del novel coronavirus. De la botánica médica y de la química farmacéutica, por corazonada se han readaptado sustancias utilizadas tradicionalmente para viejas dolencias, ahora para combatir los síntomas y las consecuencias causados por el novel coronavirus, con divergentes grados de convicción sobre su eficacia. Cada uno defiende su candidato al mejor remedio, o se conforma con el más asequible a sus posibilidades. Solo el tiempo (o mejor, la ciencia) dirá cual, si alguna sustancia, contribuye a evitar las formas más severas de la enfermedad, o incluso, la muerte. Mientras tanto, más con entusiasmo que evidencia, se destacan los testimonios para promover el remedio de turno, en la seguridad de su reconfortante efecto placebo para los pacientes que atribuyen su recuperación a una u otra terapia. El testimonio de los que no se recuperan no se cuenta.
Bolivia destaca como uno de los escenarios donde mayor número de remedios compiten por el favor de las personas que presumen estar contagiadas del SARS-CoV-2 en el momento de la primera manifestación de síntomas compatibles con el COVID-19. Ilustrativo es el caso de un apartado municipio indígena, que a principios de abril cerró la entrada y salida del pueblo para protegerse del novel coronavirus. Según las noticias, el bicho ya hacía estragos en la lejana Santa Cruz, y los moradores querían evitar su ingreso al municipio, que carece de una adecuada instalación sanitaria para hacerle frente. Al cabo de unas semanas se tuvo que permitir la entrada de provisiones y suministros al pueblo, y con la apertura arribó el exótico y temido patógeno. A principios de junio la situación ya era crítica: el contagio comunitario era rampante, el personal médico estaba contagiado y había tres fallecidos en el pequeño municipio.
Agotado los pocos fármacos disponibles en el pueblo, los indígenas recurrieron a su tradicional uso de la herbolaria de sus antepasados. Fueron experimentando con diversas hojas y raíces, haciendo infusiones basadas en recetas de la abuela. Hoy un jarabe hecho con kutuki y otras hojas y raíces de la farmacopea regional es envasado en botellas de dos litros en San Antonio de Lomerío, el municipio a 250 kilómetros de Santa Cruz acostumbrado a padecer de fuertes gripes en su invierno austral. En ese pueblo, el kutuki compite con los fármacos recetados por los médicos que llegaron de refuerzo a principios de junio: azitromicina, ivermectina, ibuprofeno, paracetamol, Nastizol (compuesto de pseudoefedrina sulfato con maleato de clorfeniramina) y aspirina. En junio ya la hidroxicloroquina había caído de su sitial preferencial como ingrediente de la cura para el COVID-19, sustituido por la ivermectina en Bolivia. Cuando el kit de medicamentos está disponible en la farmacia local, este tiene un costo de entre veinte y cincuenta dólares, una fortuna para los lugareños.
El testimonio de Juan Parapaino suena familiar, cuando asegura que, aun teniendo cierta dificultad para respirar, se sanó dos veces del coronavirus tomando una infusión. En junio, cuando los cinco integrantes de su familia empezaron a tener síntomas de fiebre y dolor de cuerpo, reunieron en una olla hojas de paraíso, matico y un poco de miel para una preparación que alivió sus malestares. Sin embargo, cuando él tuvo una recaída incluyó también el kutuki en su tratamiento. “No sé por qué me dio de nuevo, tal vez por mi descuido, me puse a hacer cosas muy antes y, como ahora es más complicado, lo estamos combatiendo con el kutuki y una mezcla de hojas y raíces”. En base a esa experiencia con el herbolario indígena se ha desarrollado un jarabe que se comercializa por las redes sociales con la etiqueta que reza: “Sabor original Kutuki, elaborado en San Antonio de Lomerío”. La recomendada dosis del purgante es 15 mililitros tres veces al día, establecida al ojo por ciento, según confesión de su transparente promotor, pues se aguarda estudio científico para afinar la dosificación óptima, tema que es crucial en la readaptación de los medicamentos para tratar nuevas dolencias. Se sugiere complementar el jarabe kutuki con ibuprofeno o paracetamol, si lo encuentran en la farmacia.
Sin embargo, el reportaje ofrece unos datos devastadores sobre la experiencia pandémica de este municipio de unos 7,000 pobladores, en su mayoría indígenas: hasta la tercera semana de julio había registrado veintisiete casos positivos de COVID-19 (diagnosticados por pruebas) y dieciséis decesos, trece muertes más que a principios de junio, cuando llegaron los médicos con sus fármacos. Dieciséis decesos equivalen a 24,000 muertes en una población como la de República Dominicana, o 26,000 llevado a la escala de Bolivia. El consumo de infusiones y brebajes de plantas medicinales puede que alivie los síntomas asociados al malestar inicial que produce el novel coronavirus, pero parece que no detiene la evolución clínica de un porcentaje significativo de contagiados que eventualmente requieren de terapias más sofisticadas en centros médicos urbanos para salvar la vida. Ni el brebaje casero a base del macerado de hojas y raíces y el pestilente kutuki, ni el coctel de fármacos con azitromicina e ivermectina han disminuido la alta letalidad del COVID-19 en esa comunidad indígena, aunque los sobrevivientes juran de acuerdo con su experiencia personal: unos por el efecto salvador del jarabe local improvisado en base a hojas y raíces, y otros por los fármacos químicos llevados de Santa Cruz.
Al menos el brebaje de kutuki, por su baja concentración y sobre todo por su sabor y olor desagradables, no es propicio para que el paciente ingiera una sobredosis. Además, esas plantas se han consumido para combatir la gripe invernal desde tiempos ancestrales entre los indígenas. Pero no por eso hay garantía de que sea inocua una terapia, pues hasta las gárgaras de sal pueden tener serias repercusiones negativas en la salud de un individuo, como asevera el Dr. Pedro Ureña en una entrevista sobre su experiencia con el Covid-19.
Del otro lado del espectro, en Bolivia (y en otros escenarios) se ha propagado la creencia de que el dióxido de cloro (ClO2), una sustancia química industrial utilizada como blanqueador y poderoso desinfectante, es una cura purgativa para el COVID-19. El Congreso de Bolivia ha legislado para permitir y facilitar su producción y comercialización con el fin de combatir la pandemia, ignorando las advertencias del Ministerio de Salud de Bolivia. Ninguna autoridad sanitaria reconoce el dióxido de cloro como medicamento, pero desde hace unos quince años se viene promoviendo como Suplemento Mineral Milagroso, un supuesto remedio para muchas afecciones y enfermedades que van desde la malaria, a la diabetes y asma, el autismo o incluso el cáncer. Al expandirse la pandemia, el milagro curativo se extendió como por arte de magia al COVID-19, en base a la fuerza de testimonios anecdóticos y la poderosa infodemia. Ninguna investigación clínica avala su uso para cualquier propósito en seres vivos, y mucho menos en humanos.
El uso del dióxido de cloro como remedio milagroso encuentra terreno fértil en Bolivia y otros países latinoamericanos por la desesperación de la gente que sufre el colapso del débil sistema sanitario y anhela un antídoto, un purgante, una cura milagrosa, y entiende mejor la elocuencia de testimonios personales que el cifrado código de la ciencia. Entender las circunstancias de la gente que cae en el gancho de creer en una cura milagrosa, llámese dióxido de cloro o kutuki, es esencial, como advierte José Ramón Alonso Peña:
“No hay que demonizar a una persona que lo compra para un hijo o un padre enfermo. En algunos países, los medicamentos eficaces están fuera del alcance económico de muchas personas y entonces tu cerebro te anima a creer que el MMS (dióxido de cloro) o el agua de mar son incluso más efectivos, que estás haciendo algo útil. La desesperación tiene estas cosas.”