El compromiso de los gobiernos con los Derechos Humanos se demuestra en la mantención y perfeccionamiento del Estado de Derecho (y de Derechos) y nunca sus restricciones pueden ser justificadas por un sospechoso cuidado de la institucionalidad. Digo sospechoso pues no se debe olvidar que si se sigue la línea argumental de cuidar la institucionalidad el 30 de mayo quedaría en duda como gesta y no debiera ser recordado ni como gesto.
A propósito de ese principio, decíamos en la primera parte de este artículo que es imposible establecer gradualidades respecto a los Derechos Humanos y a las víctimas de violaciones de esos derechos. No existe en la doctrina ni en la práctica de la defensa de los derechos antecedente alguno que pueda sustentar eso de que “primero éstos para después seguir con aquéllos”.
La idea motivadora de la acción de defensa casi siempre necesita algo más que sólidas convicciones, especialmente cuando las violaciones las cometen dictaduras cuya crueldad nunca está en duda, y sirve para ir descifrando este embrollo.
Cuando se trata regímenes con apariencias democráticas cuyo sistema político acarrea un déficit de verdad, de justicia y de reparación –eso que se provoca cuando no se tiran piedras para atrás- el asunto es distinto y bien podríamos calificarlo como que estamos ante un superávit de impunidad. Allí funciona la ideología que sostiene las impunidades más aberrantes, los perdones sin justicia, el olvido sin castigos.
Quienes no se hagan cargo de todo esto muy difícilmente entenderán por qué los defensores de los derechos humanos tienen barreras que no pueden saltarse. Tampoco entenderán que si bien su acción tiene consecuencias políticas, no puede ni debe ser política y que mucho menos puede formar parte de esa politiquería vacía de principios que se hace fuera de los horarios de trabajo y se deja transcender a la opinión pública sólo después de analizar los resultados de negociaciones que un día serán la vergüenza de quienes ya no podrán seguir negándolas.
Para poner a prueba los sustentos ‘ideológicos’ de los defensores devenidos en pragmáticos negociadores de víctimas, que como todas las víctimas, están paralizadas por el temor, sirve apelar al artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”) o al 1:27 del Génesis (“Y creó Dios al hombre a su imagen. A imagen de Dios lo creó. Macho y hembra los creó.”)
Cada quien puede elegir en cuál de las dos afirmaciones suscribir su compromiso con los Derechos Humanos. Pero lo que queda claro es que en ninguna de ellas podrá encontrar soporte para la gradualidad o para la jerarquización de las víctimas. A mi que me encanta la segunda, me cuesta imaginar al Buen Samaritano negociando con el sacerdote o el levita. Más difícil aún me resulta preferir visitar el palacio de Herodes antes que llevar al herido a la posada.
Con el Génesis en la mente y en el corazón, no puedo evitar recordar que en el método del autor de la parábola, “Tu fe te ha salvado”, la víctima es el protagonista y nadie más. (¿Estaría pensando en eso el Papa Francisco cuando nos dijo que “La Iglesia no es una ONG”?).
Como sospecho que la segunda, el Génesis 1:27, inspiró aunque sea un ‘chin’ a la primera, la Declaración Universal, no está demás recordar las formas de pedagogía, el método del “descúbrelo solito” mientras acompaña, si acompaña, a los viajeros camino de Emaús.
Ariel Ruiz Mondragón en La Insignia de México escribió para todos nosotros que “La defensa y promoción de los derechos humanos es harto difícil y que hay que estar de acuerdo con Fernando Savater cuando aclara que los "derechos individuales no pueden estar supeditados ni a los más decentes proyectos políticos" Suponiendo que respondan a alguno de éstos y que hayan asumido la defensa de dichas garantías no por amor a la justicia, ni siquiera por temor a la injusticia: fue (es) una coartada más de su vasto arsenal de oportunismo político.”
Lo que queda claro es que cada vez que al Estado de Derecho se le descubren funcionales ventanas lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo en realidad es que se cruza la puerta de lo que es del César y se abandona a las víctimas que son de Dios.