Pocos temas nos acercan tanto a la verdadera humanidad como este. Ya nos habíamos cuestionado antes acerca de su significado pero hoy nos urge una reflexión acerca de su defensa y de los actores que participan en ella, así como de los principios que suelen fundamentar sus prácticas.

No creo que exista mejor ejemplo de humanidad que la lucha por los derechos humanos.  En ese batallar siempre confluyen y han confluido seguidores de muy distintas interpretaciones del mundo y de la vida. Creyentes y no creyentes encontraron siempre en la lucha por la dignidad de hombres y mujeres un sendero que pudieran transitar juntos. Los aprendizajes -casi siempre en las peores condiciones- nos dejaron no sólo experiencias sino que se fue creando una doctrina y quedaron establecidas algunas “verdades” que no deben ni pueden ser puestas en el plano de lo opinable.  La primera de esas verdades incontrovertibles es que los Derechos Humanos son universales.  Es decir que la lucha por los Derechos Humanos, aquella que nos eleva a las más altas cumbres de humanidad, es por TODOS los derechos y para TODOS y TODAS. La universalidad de los derechos no permite ni seleccionar derechos ni seleccionar víctimas, si alguien lo hace, está en otra cosa, no está defendiendo los Derechos Humanos.

Tomando en cuenta los últimos sucesos, vale la pena una reflexión que nos libere del consenso relativista y poco democrático y nos encamine a una observación crítica de los actores relevantes en este tema de los Derechos Humanos desde la única perspectiva posible: desde las víctimas.

Cuando escribo sobre actores relevantes estoy pensando en los gobiernos y en los defensores de los derechos.

 

Los gobiernos quedan aparte porque no defienden los Derechos Humanos, si lo hicieran estarían reconociendo que administran un Estado que los viola y eso no es sólo políticamente incorrecto, es también éticamente inaceptable.

Según la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos los gobiernos se pueden reconocer como comprometidos con los Derechos Humanos cuando entre sus prioridades están el fortalecimiento de las instituciones democráticas, la mejoría de la prestación de servicios, el Estado de Derecho y la lucha contra la corrupción.

Cuando los gobiernos realizan acciones que busquen ocultar violaciones de derechos, la política, en el peor sentido, invade el lugar de la ética.   Esto importa pues como nos lo recuerda Fernando Savater: “Insistir en reivindicarlos (los Derechos Humanos) por completo, en todas partes y para todos, no unos cuantos y sólo para unos cuantos, sigue siendo la única empresa política de la que la ética no puede desentenderse”.

Desde la ética se sabe que los valores son polares (buenos o malos, positivo o negativo), distinto de la política donde impera correctamente lo relativo.  Resulta que los Derechos Humanos caen en el campo de la ética, por lo tanto nada que negociar y si alguien lo hace no lo hace desde la ética de los Derechos Humanos, lo hace desde la ética del borrón y cuenta nueva, cuyo repertorio valórico y sus huestes se protegen en la moderna y cómoda sombrilla del pragmatismo.

Entre las artimañas en boga, se ha descubierto una nueva forma de ocultar la violación de Derechos Humanos que no daña a los políticos (gubernamentales o no) ocupados en negar Derechos: el “error”. Y aquí hay otra mala noticia, los Estados no violan los Derechos Humanos por error, eso lo puede afirmar cualquier aprendiz de políticas públicas: toda acción u omisión es producto de la maltratada ‘voluntad política’, nunca de una equivocación. Recurrir al error como argumento, produce además la consecuencia inaudita de que el Estado lo que debe hacer es reparar el error cometido y nunca ponerse en el lugar de las víctimas y de su derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación, cuando ésta sea posible.

Desde los gobiernos se despliega toda la batería posible de estrategias para ocultar, para negar las violaciones y por supuesto para reclutar aliados siempre disponibles, especialmente cuando se trata de Estados con alta capacidad de cooptación, poco control de sus finanzas y alta densidad de expertos en derecho.  La mayoría de ellos parece que pasaron por la universidad sin responder el examen donde se les preguntaba si era verdadero o falso que ley y justicia no siempre se tocan en el infinito.