Cuando a Juan Pérez hijo (Curú) lo cancelaron como oficial civil de Pedernales, tras 31 años de servicio ininterrumpido, estaba en su lecho, grave de muerte por un cáncer de colon. Murió sin enterarse de que, después de mil y un intentos, los delincuentes y mafiosos del patio se habían aprovechado de la licencia médica para consumar su objetivo, y que aplaudieron y bebieron hasta el delirio.
Desde 1963 hasta la hora de su deceso, el 15 de mayo de 1994, las puertas de las falsificaciones de actas de nacimiento y matrimonios al vapor para tapar tropelías, estuvieron cerradas con el mejor de los candados: el de la honradez.
Decenas de intentos de sobornos y amenazas de cancelación y agresiones hubo durante tres décadas, pero todos sabían que allí primaba tolerancia cero para la corrupción, y el miedo no existía.
Decoro y honradez contra el poder político local y sus ofertas indecentes. Solo eso. La peor ofensa a Curú era proponerle dinero a cambio de actos ilegales. No salía de su boca la frase: “La ley es clara, y yo no violaré la ley”.
En tiempos electorales, influyentes políticos y adinerados le asediaban en la oficina y en la casa. Le ofrecían el dinero “que usted pida por su boca”. Y cuando no podían ellos, enviaban a emisarios y hasta parientes. Le reclamaban alterar edades para que menores pudieran votar a su favor. Al no persuadirle, lo amenazaban con sacarlo del cargo. Y se marchaban rabiosos. El reformismo era un azote en Pedernales.
La propuesta de arreglar o alterar el nombre de alguien iba acompañada a ratos de un “un bollo de billetes” sobre el escritorio.
Y eso fue lo que ofertó un individuo de origen asiático a cambio de una falsificación. Pero eso no hacía salivar a Curú.
“¡Usté ta loco!”, le contestó sin titubear el oficial civil. Y el oferente se fue raudo con “el rabo entre las piernas”
Los 60 pesos brutos que el Gobierno le pagaba cada mes a Curú, nunca fueron excusa para echar a rodar su dignidad con ofertas indecentes. Prefería gastar las horas de cada día entre el tedio de una oficina en la mira de los facinerosos y preparar, a pulso de azada y machete, su parcela de Los Olivares para conseguir la comida de la familia. Era su ritual. Cuando hallaba un huequito, montaba en su caballo, Colorao, y lo arreaba para llegar a su conuco, a cuatro kilómetros del pueblo. Y si Colorao no estaba disponible, cogía su ruta a pie, cojeando. Sí, cojeando, porque así quedó para siempre desde que una vez una de sus piernas se retorció cuando, al llegar a casa, el mulo que montaba se alebrecó y lo tumbó.
UNA NOCHE FATAL
El matrimonio de lujo estaba montado. Familiares de la pareja y los invitados especiales habían gastado un dineral en prendas, bizcocho, champanes y comidas. El cubano se casaría con una dominicana de otra provincia del país. El único que no lo sabía era el juez civil.
Cuando los interesados asistieron a la oficina a formalizar su “papeleo”, el extranjero carecía de autorización consultar para contraer nupcias en el país, por lo que Curú se negó a legalizar el casamiento.
Varios amigos y no amigos desfilaron por la casa de la Juan López 4 para persuadirle. La respuesta siempre era la misma: ¡No se puede! Seguían las visitas, mientras avanzaba el día. No perdían la esperanza. Se acercaba la hora nocturna en la que, para ellos, debía celebrarse la gran ceremonia. Nada. Una turba de borrachos se aglomeró y lo conminó a realizar la boda. Intervino el padrino, el subsecretario de Interior y Policía, Pablo Rafael Casimiro Castro. Nada. “La ley es la ley”, repetía.
Al final, no les quedó otro camino que gritar improperios y amenazas e irse a consumir las bebidas y el bizcocho que habían comprado para los invitados.
En Curú, la aplicación de la ley comenzaba por la familia. Se inhibía de matrimoniar parientes hasta la tercera generación. Ana María Acosta puede contarlo. Él no quiso casarla con Damero por ser hijo de su hermana Zulina, la misma Zulina que comió hasta los minutos finales de su agonía porque decía, muerta de la risa, que “la muerte no tiene que ver con la comida”.
Cuidaba con celo extremo los lápices, bolígrafos, papel y otros artículos de la oficina. Así que en su caso no cabía la expresión: “A lo que poco nos cuesta, hagámosle fiesta”.
Curú solo alcanzó el octavo grado de la primaria. Pero su caligrafía y la corrección de sus textos eran impecables. Cualidad en extinción entre muchos de los profesionales de hoy. Y es que él tenía un eterno compañero, y obedecía a él ciegamente: el diccionario Larousse. No para fotografiarse y ostentar intelecto, sino para buscar cada palabra que desconociera.
A nadie le aceptaba declarar un hijo o una hija con nombres exóticos. Entendía que el idioma español no necesitaba nombres ingleses.
Su oficina siempre lucía brillosa. Nada de costra. No permitía sucio, pues allí, en un rincón, siempre tenía una escoba, un suape y un paño. Lo hacía él porque no había conserje. Jamás se sentaba frente a su escritorio, si veía polvo. Cuidaba con celo extremo los libros de registro: nada de borrones, nada de incorrecciones, nada de manoseos por parte de extraños. Se sabía las fechas de nacimiento y los folios en los libros de Registro de cada nacido en el Pedernales de aquel tiempo. Y no tenía horarios para servir. O mejor: en atención a la gente, agotaba el tiempo establecido por la norma y el que le correspondía para el descanso. Dejaba sobre la mesa el almuerzo o la cena, para correr a la oficina a resolver casos.
Ese hombre trabajólico sufrió en silencio el asedio permanente de políticos arrogantes, para evitar sufrimientos en su familia. La extorsión y el chantaje no lo doblegaron. Tampoco le tumbaron el ánimo para ser consuelo de jóvenes y viejos necesitados de consejos, ni para acompañar con su tres a Gladys Mimina, dueña de una voz celestial archivada en el olvido.