Sacerdotes y sacerdotes han pasado por la única iglesia católica del pueblo, en la Duarte con Libertad, y sus historias aún resuenan.

El catalán Juan Domenech, eternamente ensotanado y circunscrito al ritual de las misas cantadas entre las cuatro paredes del templo, primero en latín y de espaldas a los feligreses; luego, en español y de frente. Primer sacerdote de la parroquia Nuestra Señora de la Altagracia, fundada el 1 de abril de 1958. 

Julio Acosta (Julín), joven sacerdote dominicano de los setenta, en el otro extremo. Su sotana era para los actos religiosos internos. Vestido con pantalón de “ble” (jean), camisita mangas cortas de cuadritos rojos o azules y soletas (sandalias de neumáticos usados), con su macuto al hombro, se internaba en las colonias agrícolas, en la cordillera Baoruco, a apoyar a los parceleros. O cruzaba la frontera, hasta Anse –a–  Pitre (Ansapito) a predicar a los haitianos. Le daba igual montarse en la cama de una camioneta destartalada, como en un burro. Su hablar sureño era el mismo en el campo como en los oficios religiosos.

Entre Domenech y Acosta, el canadiense René Toussinant, los cubanos Avelino Fernández Amador, Raúl Pérez Ross y otros.

Había mucha efervescencia en el Pedernales de las décadas del sesenta hasta el noventa del siglo XX. La iglesia resultaba pequeña para la concurrencia; sobre todo, los domingos, Semana Santa y Navidad.

Más fieles que Gelín, Lolola, Carmela, Fefa, Tatá Atila, Zora y otras damas de la comunidad, nadie. Mejor faltaban los curas que ellas. Y de las ceremonias salían a sus periplos por la cárcel y el hospital Elio Fiallo, porque “no basta rezar. No faltaban en los velorios, ni en las procesiones.

PEDRADA INESPERADA

El padre Juan había llegado a finales de los cincuenta, y permaneció hasta los setenta, cuando tuvo que salir por conflictos entre la iglesia y el Gobierno.

Durante los primeros años de su ejercicio, los fieles debían aprenderse los cánticos en latín, si no querían reproches. Era un cura correcto, pero terco como una mula.

Sus liturgias eran interminables, en especial en Semana Santa y los 31 de diciembre. Tradicional que, al filo de la medianoche del 31, se paralizaran las fiestas para asistir a la misa, y luego regresar a la juerga.

Una vez, algunos jóvenes borrachos que esperaban el año nuevo en su fiesta, les dio por pausar para asistir a la misa de las 12 a escuchar al padre Juan. El sacerdote se extendía; ellos se desesperaban.

Entrada la madrugada, cuando él anunció que “hermanos y hermanas, esta misa ha terminado, pueden irse en paz”, uno de ellos, bellaco, gritó desde el fondo: ¡Ay, qué bueeeeno! La gente no aguantó la risa.

Durante Semana Santa, el padre Juan acostumbraba a presentar películas alusivas, como “La pasión de Cristo”. Una de esas actividades, en el área contigua al lado norte de la iglesia, terminó a pedradas entre “los tígueres”.

Una de las piedras golpeó en la cabeza al cura. Entonces, éste, con su humor de siempre, agarró el altavoz y anunció: “Esta película se ha terminado porque me han dado una pedrada en la cabeza, y pedrada dada, ni Dios la quita”. 

Domenech no fue un sacerdote cualquiera. Dejó una impronta no superada aún en la educación. Las españolas al servicio de la iglesia, Viviana, Carmela, María Dolores y Mary instruían a jóvenes de la iglesia. Tenían un colegio con tanda extendida donde ahora funciona la Escuela Hernando Gorjón. Al mediodía, los estudiantes debían ir a almorzar a sus casas. De allí salió una generación de jóvenes con formación integral nunca reconocida.

EL SABOR DE LAS HOSTIAS

El cura era un tipo indescifrable para muchos. Menos para Percival Borrooughs (Perci), un monaguillo travieso, hijo de buena familia, siempre de buen humor. Contaba con toda su confianza.

Cuentan que, en una ocasión, el sacerdote motivaba a Perci para que almorzara:

–¿Quieres unas berenjenas cocinadas de anteayer, Perci? –No, padre–, respondía frunciendo el seño. –¿Quieres un locrio de tres días? –No, padre–, rechazaba con desagrado. –¿Quieres unos huevitos criollos, revolteados, calientitos? –Sí, padre, contestaba desorbitando los ojos y chispeando babitas. A lo que el cura replicó: “Pues, tendrás que ir a comer a tu casa, Perci”.

El humor le fluía en cualquier escena de la vida. Famosa su reacción espontánea, en español machacado, frente a un Perci que durante unos días seguidos modelaba diferentes “poloshirt”. –¡Pero, Perci, te me has robado todos los polóches!

La iglesia recibía algunas donaciones de ropas por parte de agencias nacionales e internacionales, para ser repartidas entre los “hijos de Machepa”. Y Domenech no jugaba con esa misión.

Adolfo era un muchacho muy pobre que le conducía el “cepillo” (Volkswagen) al párroco. Como Perci, era una persona de confianza, pero gozaba “robándole” el vino y las hostias para llevarlas a la escuela y repartirlas entre amigos.

Por él, mi hermano Leonardo probó aquel codiciado “manjar”. Cuentan que, años después, Adolfo fue abatido en Elías Piña por un coronel que le supuso infidelidad con la esposa.

EL DEMONIO ADENTRO

Yo iba a la iglesia con mi mamá. Y me sentaba orondo en el primer banco, junto las “viejas de siempre, si me debajan; banco erecto, duro y con sentadera estrecha. Pero una vergüenza me distanció. Todo comenzó con una advertencia de mi hermano menor, Nene, ahora “el magistrado”. Si me ponía la camisa de mi otro hermano, Manolo, que era monaguillo  –amenazaba–, iría a la misma iglesia a informárselo. Nunca le creí, aunque le reiteré que mis prendas no estaban disponibles porque el mismo Manolo, como de costumbre, las había usado y estaban sucias. Pero él insistía en que me delataría. 

Aquel domingo, durante la misa de las siete de la mañana, con el templo atestado de feligreses, justo en un momento de silencio sepulcral, a la entrada se oyó una voz chillona que reverberó en todo el salón y puso a las “viejas” a persignarse y acelerar el rezo.

¡Manolo, manolo, Bartolo se puso tu camisa! Así gritó a todo pulmón y regresó corriendo a casa.

Aproveché el murmullo del público y me escurrí por la puerta más cercana, a mi izquierda.

CICLÓN BATATERO

Al llegar Julín a la parroquia, muchos fieles se espantaron. No parecía cura, para ellos, acostumbrados a los acentos y pieles blancas del extranjero, y a las formalidades eclesiásticas.

El nuevo huésped de “la casa de Dios” era un dominicano que apenas usaba la sotana. Flaco, mulato, un tanto desgarbado, y hablaba como ellos. Estaba convencido de las limitaciones del templo para echar a andar “la Palabra”. Era un cura de pueblo, y hacia él iba. Hablaba sin rodeos a los creyentes.

El 31 de agosto de 1979, República Dominicana esperaba el impacto del poderoso huracán David (categoría 5). Los modelos de pronóstico abarcaban a  Pedernales, que ya había pasado por la amarga experiencia del Inés, el 29 de septiembre de 1966. Medio pueblo buscó refugio en la iglesia. No cabía un alma. Hasta los incrédulos oraban ante “el Cristo crucificado” para que desviara el fenómeno natural. Y preguntaban por el padre Julín para que pidiera por todos. Según el cotilleo, andaba por las lomas.

Cuando Julín llegó, hubo estruendosos aplausos. Creían que había llegado su salvador. Pero él, tranquilo, en tono bajo, sin gesticular, fue categórico: “Hermanos, está bien que oremos, pero eso no significa que la casa de Dios no les caería encima si viniera este fenómeno. Vamos a orar, pero vamos a protegernos”.

Al final, por cambios inesperados en el tiempo, el destructor David varió su trayetoria y dejó a Pedernales libre de su azote. Años después, Julín salía de la parroquia. Cuentan que jamás cambió su estilo, y aun vive en una comunidad sureña, pero con la salud mermada.

El padre Andrés Avelino, cubano, mantuvo un patrón parecido al de Julín, salvo una acentuada tendencia al uso de los medios masivos de comunicación y otros gustos.

Muchos le conocieron a partir de sus pinitos en el televisual matutino de Huchi Lora, por Telesistema. Antes de anclarse en la capital, sin embargo, había caminado mucho por los caminos agrestes del suroeste.

Regordete, locuaz, chistoso, práctico, vestía de civil y tomaba tragos; sobre todo, cervezas.

Un día de Semana Santa le esperé durante horas para entrevistarle. Cuando llegó, cerca de las tres de la tarde, alegó que andaba “por la loma, trabajando”. Al informarle sobre el objetivo de la conversación, comentó entre risas: “Oh, no hay problema, vamos a hablar todo lo que quieras, pero primero vamos a sentarnos en el patio y a pedir unas cuantas cervezas porque esto en seco no funciona… Hace calor”.

Media hora después, alguien llegó en un vehículo al frente de la vivienda de la Libertad, donde ocurría el diálogo, y preguntó por él. El emisario iba de parte de unas monjas. Entonces, el sacerdote, vestido de jean y camisa crema, manga corta, pidió permiso antes de caminar hacia la calle: “Déjenme ir a ver porque, cuando viene a ver, tal vez se trate de monjas desnudas. Y eso debe ser un espectáculo”. Rió de buena gana.

Para muchos pedernalenses que le vieron durante los noventa, Avelino trabajaba duro por la comunidad; para otros, era un agitador de primera que hacía misas relampagueantes cuando los muertos eran de familias pobres y “sin nombres”.

Un día, inesperadamente, él marchó y se concentró en otros pueblos del sur y en sus apariciones en la televisión nacional. Murió en Santiago, en febrero de 2011, a los 77 años, a causa de un derrame vascular-cerebral. Fue sepultado en Barahona.