En la actualidad, se suceden una serie de hechos violentos que dan cuenta de la actitud auto-defensiva de la gente ante la delincuencia y la criminalidad, frente a la ausencia de protección de la ciudadanía por parte de las autoridades estatales.

Se ha llegado al punto de difundir ampliamente por las redes sociales mensajes aterradores, que hacen un llamado urgente a que recurramos al uso de armas letales para protegernos y para reprender la violencia en los aeropuertos, en las calles y en los hogares, en un estilo lo más parecido a los "gunslingers" (pistoleros y forajidos) del viejo Oeste americano.

Muchas personas comentan la zozobra que sufren ante el miedo producido por la violencia imperante en nuestra sociedad. Expresan con pesar que "el país no le duele a nadie" y que, dado que las entidades policiales y judiciales son nidos de delincuentes y corruptos, de nada sirve contar con su asistencia en la prevención y persecución del delito y la criminalidad.

Este estado de situación, me lleva a reflexionar sobre un concepto jurídico clave aprendido en la escuela de derecho en los años ochenta, sobre el rol esencial del Estado como administrador de la violencia legítima para evitar el caos social que, en ausencia de institucionalidad, produce la venganza privada.

La venganza privada a gran escala resultaba entonces difícil de imaginar, en un país en donde la práctica social y judicial era otra muy distinta a la actual. Se trataba de una comunidad más pacífica y solidaria, y en la que los estamentos del sistema de justicia criminal eran más confiables.

No pretendo con esta reflexión reclamar una vuelta al pasado. El mejor tiempo es el presente. Pero lo aprendido en el pasado nos puede ayudar a mejorar el presente.

De hecho, la experiencia nos demuestra que la ley por sí sola y al margen de la realidad social, es una limitante que ha producido decisiones injustas.  El porte de armas de fuego por civiles estuvo prohibido por ley por varias décadas, desde que el Estado procedió a la incautación de las mismas al final de la Revolución de Abril de 1965. En base a ese precepto legal, una sentencia de los años 80 condenó a prisión a un joven cuya principal habilidad era construir de manera artesanal artefactos bélicos. El desfase entre la ley y la realidad social determinó la rigidez judicial que impidió que aquel muchacho fuera liberado y se le concediese una oportunidad para dedicarse a otro oficio.

El porte y uso desaprensivo de armas letales es una propuesta perversa del capitalismo depredador, para beneficiar a las corporaciones armamentistas mediante nuestra auto-destrucción a través de las guerras a gran escala en otras naciones y, en el caso específico de nuestro lar nativo, mediante la venganza privada. Los agentes irresponsables que detentan el poder del Estado se benefician personalmente de dicha práctica obteniendo pingües beneficios económicos del tráfico de armas. La ineficiencia e impunidad con que esos mismos agentes administran la justicia, constituye un eslabón más de dicha infame cadena.

En mi propuesta sugiero rescatar los elementos positivos de una era en la que, cuando a penas contábamos con el aprendizaje incipiente de una democracia en desarrollo, utilizábamos los valores de una cultura de paz para convivir en una sociedad más sana y justa.

Propongo revertir la práctica mordaz del tráfico y porte de armas, la corrupción y la delincuencia, organizándonos en base a los valores de una cultura de paz en la que prime la solidaridad y el respeto a los demás. Y que, en ese tesón, exijamos a los administradores del Estado que cumplan con eficiencia su función o abandonen el poder.