La cultura de la libertad, o el hábito de promover el debate abierto y la actitud crítica, examinando de modo racional los argumentos, suele ser combatida por los movimientos fundamentalistas, los populismos políticos y las tradiciones de pensamiento autoritario.

Pero en las últimas décadas, desde las filas del pensamiento liberal emerge una actitud que también amenaza la cultura de la libertad. Se trata de una actitud mojigata que, en nombre de los ideales de justicia y equidad, pretende instaurar la cultura de la clausura, un hábito de perseguir a las personas que muestren cualquier desviación intelectual de lo que determinados grupos dictaminan como correcto.

Las redes sociales, espacios donde circulan de manera libre los más diversos contenidos, se han convertido, gracias a la cultura de la clausura, en mecanismos para el intento de censura.

La cultura de la clausura ha provocado cazerías de brujas en el mundo de las instituciones democráticas. Por esto, hoy día muchos artistas, escritores y librepensadores deben cuidarse de que sus obras no hieran las sensibilidades de un grupo que cargue con una historia de exclusiones sociales, sino quiere ser marginado económica, social y políticamente.

El fenómeno ha generado preocupación hasta el punto que el pasado 7 de julio del año en curso, un conjunto de filósofos, escritores, e intelectuales se manifestaron al respecto en “una carta sobre la justicia y el debate abierto”. https://elpais.com/cultura/2020-07-08/una-carta-sobre-la-justicia-y-el-debate-abierto.html

En una reseña del debate firmada por Amanda Mars: “Y la carta de los intelectuales desató la tormenta” (El país, 8 de julio, 2020) puede leerse la siguiente declaración del director ejecutivo del Huffpost: “No firmé la carta cuando me lo pidieron hace nueve días porque pude ver en 90 segundos que era fatua, una chorrada vanidosa que sencillamente iba a enfadar a la gente a la que supuestamente quería apelar”. https://elpais.com/cultura/2020-07-08/y-la-carta-de-los-intelectuales-desato-la-tormenta.html?ssm=FB_CC&fbclid=IwAR1kGsPed5WELhZvj-n3dhE6uEC–8Qdl7KpJFa6hFiZIf-CJEHrJ6kIhxg

La primera parte del pronunciamiento no es significativo, simplemente es una falacia de argumento ad hominem. Pero la segunda parte sí nos dice mucho de lo que está en juego y da argumentos favorables a los autores de la carta. El director dice no haberla firmado porque… “iba a enfadar a la gente que supuestamente quería apelar”.

Precisamente, esa es la cuestión. Es notable la existencia de un clima intelectual donde persiste un miedo a no enfadar. Pero el enfado es un estado de insatisfacción o disgusto proveniente de un sentimiento de que la fuente de mi enfado me amenaza o perjudica. Y, como es obvio, creer que algo nos perjudica no lo convierte objetivamente en una fuente de daño, ni para nosotros, ni para el interés común.

En una sociedad democrática, el debate intersubjetivo es el que evalúa el prejuicio que puede causar una idea o una acción, no un grupo particular. Esa es una de las diferencias básicas con las dictaduras. En estas, una camarilla se arroja el derecho de decidir por todos sobre que obras e ideas deben circular y prohibirse.

El miedo y la retractación pública de algunos firmantes de la carta, provocado por las presiones de los grupos “heridos”, es un ejemplo del peligro advertido en el documento. Una sociedad democrática queda lesionada de muerte cuando grupos que la constituyen provocan despidos, autocensuras, silenciamientos o retractaciones forzozas contra aquellos que no piensan de la misma manera.

No importa lo escandalosa, infame o dañina que nos parezca una idea. Es en medio del debate crítico donde la misma debe ser invalidada permitiéndole a sus defensores el derecho a la réplica. Como escribió Voltaire: "Podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo".