Santo Domingo me encanta. Esta ciudad se ha expandido hasta cubrir todo el horizonte. Ejerce una fuerza de atracción tipo hoyo negro que acapara el crecimiento social, cultural, político y económico nacional. Los capitaleños detentan los mayores niveles de bienestar, acomodados en burbujas, tanto los oriundos de la ciudad como los emigrantes de provincias que relegan la nostalgia, cultivan paradojas y cegueras selectivas que le hacen pensar su “hiperciudad” como país. Obviamente, muchos pueblerinos, especialmente los del norte, nos resistimos al hipnótico llamado.

El Cibao es, sin dudas, principalísima cantera de producción agrícola e industrial, con primacías en muchos renglones del quehacer socioeconómico. Esta región ocupa diecinueve mil kilómetros cuadrados, un 39 por ciento del total de la geográfica nacional, compuesta por catorce provincias y habitada por más de tres millones de habitantes. Fuera del Distrito Nacional, es el territorio más importante para la economía dominicana, pues cuenta con la mayor cantidad de terreno fértil, lidera el abastecimiento de productos primarios, teniendo participación en los sectores de turismo, construcción, zonas francas y minería, con los yacimientos que más aportan al PIB.

Por estos datos estadísticos, es dable esperar una participación en las partidas del presupuesto general del Estado superior al 30 por ciento. Pero no sucede así, la inversión gubernamental ronda el 10 por ciento anual. Muchas entidades cívicas y empresariales con frecuencia denuncian esta inequidad, pero sus demandas caen siempre en oídos sordos.

Lo cierto es que el Cibao se beneficia poco de lo mucho que aporta. En esta ocasión solo sangraré por una de mis heridas cibaeñas: la cultura. Al respecto, el folclorista Rafael Almánzar en su artículo “Folclore, historia e identidad” refiere que el Ministerio de Cultura concentra el 99 por ciento de eventos nacionales e internacionales en el Distrito Nacional, dedicando apenas un porciento al resto del país, sin incluir la zona fronteriza. Es obvio que nuestros políticos, incluso los del Cibao, desconocen el acontecer cultural de la totalidad de los dominicanos. Podríamos pensar algo peor, no les importa.

El Ministerio de Cultura, entidad a la que he estado vinculado desde su fundación como miembro honorífico de su Consejo Nacional, ha estado orientado hacia Santo Domingo. Salvo cuando el ministro fue un ilustre mocano, todos los viceministros han sido ciudadanos asentados en la capital que en pocas ocasiones se desplazan a las provincias.

Desconocen estos burócratas que, sobre las notables estadísticas socioeconómicas referidas, la cultura en el Cibao constituye una indeleble marca de origen. Basten algunos hitos: Santiago de los Caballeros, principal enclave cibaeño, ha detentado la categoría de capital en tres ocasiones, cuando los héroes restauradores fundaron la segunda República; allí floreció la poesía popular en las décimas espinelas de Juan Antonio Alix; desde la colonia, los cibaeños preservan sus tradiciones e identidad y en las fiestas de carnestolendas se burlan del demonio y la muerte; en sus campos, la Patria empezó a bailar merengue y bachata; nuestro mestizaje se cantó más alto y mejor en Yelidá, de Tomás Hernández Franco; orgulloso el criollismo cabalgó a sus anchas a la grupa con el Compadre Mon de Manuel del Cabral; que personajes y paisajes rupestres alcanzaron ribetes impresionistas de mano de Yoryi Morel, que los pioneros Natalio Pura (Apeco) y Santiago Morel fotografiaron en blanco y negro con inusitada pasión la dominicanidad; que tras la tiranía, el ingenio cibaeño fundó la primera universidad privada del país y también la que cuenta con la mayor matrícula de estudiantes.

En este lado del país llamado el norte, la cultura fluye contra corriente, con acciones que compiten e incluso superan las realizadas con el presupuesto del Erario, verbigracia Arte Vivo, el festival internacional que desde 1987 organiza Casa de Arte sin apoyo estatal ni municipal; instituciones independientes como el Ateneo Amantes de la Luz, Alianza Cibaeña, Centro León y el Centro de Cultura Dominicana UTESA gestan continuamente programas culturales trascendentes. En fin, nuestros burócratas culturales capitaleños ignoran las identidades que, como la cibaeña, nos definen íntegramente como pueblo.

Ciertamente, desde la conformación del Ministerio de Cultura, importa lo que acontece en Santo Domingo. Sin embargo, es esperanzadora la apuesta a la descentralización de la nueva ministra Carmen Heredia. Confiamos que, más allá de las tareas, se distribuyan equitativamente las posiciones de poder y tomas de decisiones, así como el presupuesto de inversión cultural. Esperamos que su gestión se base en la justipreciación de lo propio de cada comunidad. Para creerle, es necesario que la ministra exprese su buena fe realizando un inventario de recursos, oportunidades y talentos, a partir del cual se asignen prioridades de proyectos y se responsabilice a gestores honestos, conocedores de las necesidades reales de la gente e instituciones, con formación, trayectoria y compromiso para fungir eficientemente desde y para sus provincias.