En la postmodernidad se ha ido develando un fenómeno novedoso, el cual se caracteriza en ver cómo la ciencia está superando el reduccionismo de la vida a la pura materialidad. La neurociencia aporta informaciones que develan que la existencia, en sus raíces cósmicas, incluyen en el ser humano situaciones experienciales asociada a la subjetividad y la conciencia, pero mucho más, ya hoy algunos cientistas hablan del gen de la espiritualidad (Leonardo Boff, 2020).

Hay emociones, sentimientos, internalidades que trascienden lo visible. Este mundo de la espiritualidad se alimenta de las relaciones con los demás, la naturaleza y con la trascendencia de Dios. Al igual que el cuerpo, la espiritualidad hay que cuidarla y protegerla de todo aquello que la daña, porque siempre nos dejan marcas en la profundidad de nuestras emociones y sentimientos. Uno de esos enemigos del cual debemos cuidar el espíritu es el odio en sus diferentes manifestaciones como la misoginia, la intolerancia política y religiosa, racismo, xenofobia, homofobia, aporofobia (odio a los pobres).

Como seres duales o dicotómicos, nos mueven dos fuerzas (odio-amor) que se pelean entre sí en nuestro interior. Una construye, la otra destruye. Pero ambas coexisten en nuestro espíritu. La pregunta es ¿cuál de esta fuerza es la que más nos domina y controla? Porque cuando una de ella nos domina, las relaciones que entablamos con las demás personas y la naturaleza va más allá de los límites naturales.

Cuando es la fuerza del odio que domina nuestro espíritu, esta se vuelve devoradora de todo lo que está a nuestro alrededor, incluyéndonos a nosotros mismos. Es como volver al caos originario del cosmo. El odiar nos mueve al rechazo, a la bestialidad, a la necrofilia, al maltrato, la tortura, a la insensibilidad, a la falta de empatía, a la dictadura, la violencia, en definitiva, nos empuja a la muerte. Lo más terrible es cuando el odio se institucionaliza y vuelve cultura.

Uno de estos sentimientos institucionalizado es aquél que queremos llamar la grupofagia política. Es esa fuerte voluntad de poder, ambición y dominio que tienen los grupos al interior de los partidos políticos, las iglesias, sindicatos y otras organizaciones de comerse y destruirse entre sí, imponer sus deseos, demostrar su fuerza pasando por encima a todo el que se ponga delante. En un escenario de grupofagia, el resultado final es que personas que se amaban, cuidaban, apoyaban, terminan odiándose, despreciándose, injuriándose, murmurando y aislándose entre sí. Al final, el odio expresado en su versión de grupofagia deja como producto final la autodestrucción y el asesinato de tus propios compañeros o compañeras.

Otro sentimiento de odio es la misoginia o el odio hacia las mujeres y las niñas. Este sentimiento se manifiesta como prejuicio, estigma, denigración, discriminación, violencia, maltrato, rechazo. La misoginia es parte sustantiva de la ideología patriarcal, machista y sexista. Ella es ideología, prejuicio y cultura enraizada en casi todas las sociedades del mundo actual.

Esta cultura traducida en sentimiento de odio, paradójicamente ha sido promovida principalmente por la mayoría de las religiones del mundo, siendo el amor uno de los supuestos del espíritu religioso. La misoginia ha sido costosa para las mujeres y para quienes les rodean. En el 2017, se calcula que a nivel mundial fueron asesinadas intencionalmente aproximadamente 87,000 mujeres, de las cuales unas 50 mil fueron ultimadas por su pareja íntima o algún familiar (www.onuwomen.org). De igual modo, es alarmante ver, en pleno siglo XXI, que todos los años alrededor de 4 millones de niñas y adolescentes son sometidas al acto violento y brutal de la mutilación genital femenina o ablación (www.unfpa.org), incluso con la participación de personal de salud de los países que la practican. Detrás de todo esto se mueve un sentimiento traducido en ideología movido por el odio y rechazo a la mujer.

Otra manifestación de odio en las personas y las sociedades es la intolerancia religiosa, la cual toma como rostro el rechazo u odio contra las prácticas religiosas que no responden a los principios, fundamentos y dogmas de aquella considerada como la religión única, verdadera y portadora de la salvación y la relación con Dios. O la intolerancia religiosa del ateísmo en sus distintas modalidades filosóficas y pragmáticas de la modernidad y postmodernidad.

La intolerancia religiosa, en estas dos vertientes, se ha traducido en odio en muchos momentos de la historia. Miles de millones de personas a lo largo de toda la historia han muerto a causa de guerras religiosas. Una de las más dramáticas han sido las cuatro cruzadas emprendidas por la Iglesia Católica durante la Edad Media, las cuales provocaron directa e indirectamente la muerte de alrededor 25 y 30 millones de personas, mediante las ejecuciones del Santo Oficio y la persecución de todo aquél que no estuviera en consonancia con sus dogmas. Todo ello en nombre de Dios.

Pero al catolicismo le ha tocado también aportar sus mártires producto de la intolerancia religiosa de otras religiones y estados confesionalmente ateos. Desde el imperio romano hasta el día de hoy han muerto millones de cristianos por defender su fe. En muchos estados confesionalmente islámico, los cristianos son víctimas de persecuciones, maltratos, torturas, discriminaciones y asesinatos.

El islamismo, fundado por Mahoma en el siglo VII, es una religión que se configuró y expandió a partir de la guerra. Su fragmentación interna y las diferencias políticas y doctrinales, especialmente entre las dos principales ramas de los sunitas (ortodoxos herederos de Mahoma) y los chiitas (heterodoxos herederos de Ali, el primo y yerno de Mahoma), ha arrastrado consigo millones de muertos producto del odio y la intolerancia religiosa de ambos grupos.  En su página web la emisora internacional alemana Deutsche Welle, denunciaba en el 2019 que, en ocho años, sólo en la guerra de Siria, habían muerto al menos 371.222 personas, considerando que esta cifra es posible que sobrepase los 570.000, entre civiles, combatientes de todos los bandos, detenidos y desaparecidos.  Pero de manera inversa, minorías musulmanas en varios países, incluyendo Europa y Estados Unidos, pierden su vida o son objetos de discriminaciones o rechazos como resultado de la intolerancia religiosa.

Por otro lado, el 7 de octubre del 2020 se cumplieron 70 años en el que la intolerancia religiosa, en su versión marxista y atea, irrumpió en el Tíbet y tendieron un cerco militar al Dalai Lama y su pueblo para imponer una cosmovisión cultural y dominio del territorio. El resultado final de esta acción, movida por el odio político-religioso, fue de alrededor 800 mil muertos y la salida forzada del Dalai Lama con sólo 15 años de edad.

El racismo y la xenofobia es otro de los odios que refleja una de las más bajas condiciones humanas. La xenofobia y el racismo mueven al rechazo hacia el migrante y extranjero, al odio por el color de la piel y los orígenes étnicos. Varios ejemplos de odio racial se encuentran entre los que más han marcado la historia de la humanidad. En primer lugar, millones de esclavos africanos fueron traídos forzosamente y asesinados en las plantaciones de los blancos europeos durante la colonización del continente americano. El odio fue tan radical que tomó la dimensión extrema de cuestionar la condición de humano de los esclavos. Adicionalmente, millones de indígenas fueron asesinados por los colonizadores europeos movidos por el odio racial y la voluntad de dominio imperial. Un segundo ejemplo, son los casi 80 años de Apartheid en Sudáfrica, donde se prohibió la mezcla de razas y se dividió el país entre blancos, mestizos, indios y negros. Los blancos tenían todo el poder político y económico. Los demás eran parias de la sociedad que vivían en condiciones de extranjeros en su propia tierra. Miles de sudafricanos fueron asesinados y apresados producto de la ideología de odio racial del Apartheid. Y el paradigma histórico de odio étnico-racial es el antisemitismo nazi que, empujado por una hostilidad hacia los judíos y la construcción del mito de la superioridad de la raza de origen ario o nórdico, implicó el asesinato de más de 6 millones de judíos europeos durante la Segunda Guerra Mundial, muchos de ellos quemados vivos o asesinados por gases en los campos de concentración (holocausto).

Detrás de todas estas irrupciones violentas de intolerancia religiosa y política, misoginia, racismo, xenofobia y de otros que por razones de espacios no hemos hablado como la homofobia y el odio a los pobres (aporofobia), hay una dimensión espiritual colectiva profunda que toca al ser humano. Cuando el odio toma la forma de ideología y se institucionaliza los costos son altos. Por eso, debemos apostar a la institucionalización del amor, la ternura, el cuidado, como verdaderas fuerzas que redimen, construyen, edifican y prolongan la vida. Por tanto, no dejemos que al espíritu lo domine el odio, porque mata y destruye.