Desde el 1 de junio de 2019 El Salvador ya no llama la atención de la opinión pública internacional única y exclusivamente por la grave crisis de seguridad ciudadana generada por las pandillas. Esa pobre e históricamente convulsionada nación centroamericana es desde entonces también noticiosa por la persona que es considerada por muchos como la figura política del momento en América Latina: el presidente Nayib Bukele.
Su atuendo juvenil y su constante activismo en las redes sociales, así como su popular gestión como alcalde de la capital salvadoreña, San Salvador, auparon la candidatura presidencial de Bukele, quien derrotó en primera vuelta a los candidatos del tradicional bipartidismo que desde los años ochenta se venía alternando en el poder político salvadoreño. Estos factores, sumados a su peculiar estilo gerencial y comunicativo, siempre enfocado en trasmitir en el receptor un perfil pragmático que tiene como meta soluciones rápidas y definitivas, le han generado al joven presidente simpatías políticas más allá de las fronteras de su país, al punto de que algunos políticos hacen intentos por imitar hasta su vestimenta. Sin embargo, consideramos que, en realidad, el estilo que exhibe el jefe de Estado salvadoreño tiene por finalidad servir de camuflaje a una visión autocrática y concentradora del poder.
En este año 2020 dos acciones del gobernante han puesto en tela de juicio su talante democrático y su apego a los principios del Estado de derecho configurado en la Constitución salvadoreña. Nos referimos al asedio policiaco-militar a la sede del Poder Legislativo y al desacato a una sentencia emitida por la Corte Suprema de Justicia en torno a las medidas tomadas por el Poder Ejecutivo para contrarrestar la expansión del Covid-19.
El 9 de febrero, acompañado de un amplio contingente militar y policial, sin haber sido previamente convocado, el presidente acudió al hemiciclo de la Asamblea Legislativa a fin de exigir la aprobación de un polémico préstamo para financiar un nuevo programa de seguridad ciudadana. Con el objetivo de agilizar el procedimiento legislativo, el mandatario llegó al extremo de imponer a los congresistas un plazo no previsto en el ordenamiento jurídico nacional.
Afortunadamente, el golpe contra el Congreso fue frenado por la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, que, al admitir una acción de inconstitucionalidad, anuló el plazo (ultimátum) impuesto por Poder Ejecutivo. Además, el alto tribunal le ordenó a Bukele que se “abstenga de hacer uso de las Fuerzas Armadas contrario a los fines constitucionalmente establecidos y de poner en riesgo la forma de gobierno republicano, democrático y representativo, el sistema político pluralista y de manera particular la separación de poderes”.
Si bien el mandatario acató el precedente constitucional, esto no significó que de ahí en adelante optaría por someterse a los límites y controles de los demás poderes constitucionalmente autónomos. Así se comprobó cuando el pasado 15 de abril se manifestó contrario a obedecer una nueva sentencia de la Sala Constitucional. En esta ocasión, ante la ausencia de una tipificación penal previa, la alta corte consideró ilegal las detenciones de las personas que incumplan la orden de cuarentena obligatoria dispuesta por las autoridades con el objetivo de hacer frente a la crisis sanitaria provocada por el coronavirus.
En un hecho que solo encuentra explicación en la aceptación que las medidas populistas suelen tener en sociedades hostigadas por la miseria y el crimen, las dos inconstitucionales acciones del presidente han recibido un amplio apoyo de la ciudadanía salvadoreña. Lamentablemente, sobre esto último en América Latina tenemos sobradas historias, siendo el caso de Bukele especialmente comparable con el autogolpe del expresidente peruano Alberto Fujimori, cuando el 5 de abril de 1992, con el apoyo de los militares disolvió el Congreso e intervino los demás órganos constitucionales. Estas acciones de Fujimori recibieron un amplio respaldo popular, situación que motivó al entonces presidente guatemalteco Jorge Serrano Elías a hacer lo mismo, pero la falta de respaldo militar obligó al gobernante a dimitir.
Con el sistemático ataque a la cohesión social por parte de la violencia pandillera, El Salvador está muy lejos de ser gobernado al estilo sueco o finlandés. No obstante, desde los años noventa en el país impera una democracia, perfectible como todas, sustentada en una Constitución que contempla facultades excepcionales al presidente de la República. Por lo tanto, teniendo siempre en cuenta la razonabilidad y la proporcionalidad, el actual titular del Ejecutivo puede implementar medidas extraordinarias sin necesidad de transgredir el principio de separación de poderes y el sistema de frenos y contrapesos (checks and balances) que caracterizan a toda democracia liberal.
De no rectificar su relación con los demás poderes, más temprano que tarde, Nayib Bukele podría derivar definitivamente en el Fujimori centroamericano.